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ODA AL ALBORNOZ

Aquí está la calidez, como un lento abrazo desprevenido como si fuera el pelaje de un shar pei o el dócil león de felpa con el que me peleo sobre la cama por desaparecer un momento, ese viejo roce de algodón pequeño gran deleite que por primera vez siento que puedo retenerlo al enfundarme en su abrigo largo como un hábito arrollándomelo por su rollizo vacío de mangas como dorsos de almohada de elegante cuello de esmoquin que subo y me sella toda su caricia. Ceñido por un cinturón que si desato una larga abertura baila al paso del acertijo de mi cuerpo: cobertizo de los besos cuando el cordón lace aquella escurridiza cintura. Pequeño gran deleite que me hace sentir cada rizo como lenguas de rebaño abrevando en mi piel: esponja diaria a mi escarpado mar dulce, que en las mañanas de invierno asaetado de frío me guarda en el envés su tórrida sangre de estambre. Ahora que lo llevo puesto todos esos pequeños grandes goces los siento a flor de piel de albornoz. ©Rubén Lapuente
EL LENTO MUDAR DE LAS PAREDES

Soy un objeto
arrojado en un rincón
de una habitación cualquiera,
desde aquí contemplo
el lento mudar
de la vida:
Aquel tiempo que no vi de mi hijo
acercándoseme
como un hermoso paisaje
mío
íntimo.
La cepa de su cepa después
alzando visajes
de niña
acunando nuevos sollozos.
Vinieron luego
aquellos tránsitos
apresurados
de gentes
y gentes
que se cruzaron conmigo
aquí
como aparecidos
como temblores de arena.
Y aquel augurio antiguo
de rayuelas bajo el agua
que trajo el desasosiego,
el apremio,
el tumulto,
el saqueo en los armarios…
Y ese último paso renco en el pasillo,
la puerta cerrándose
con un enorme estruendo,
el silencio de la calle como un misterio,
la voz de la carcoma en los muebles
con esa duna amarilla
que aún avanza hacia mi canto…
El pausado polvo cubriendo
el cristal de la ventana,
la luz volviéndose
lúgubre,
casi,
casi ciega,
desde aquí,
y ahora,
sin poder saber nada,
contemplando
el lento mudar de las paredes.
©Rubén Lapuente
ALTAMIRA

Le despertó la caricia del sol.
Y una mano de hembra
le movió levemente.
(“La misma mañana de siempre.
El mismo tronar del bosque.
El mismo rumor del río bajo mis piernas…”)
Mientras el fuego doraba
los arponeados peces,
el azar le llevó
a un saliente del techo
rocoso de la cueva:
(“La misma forma.
La misma giba en la piedra
que la de un bisonte…”)
Y en su imaginación,
lo fue dibujando,
luminoso,
preciso.
Perfiló la silueta
con un trozo de carbón.
Mezcló raspadas margas,
limados ocres,
bermellón,
con grasa,
con sangre caliente:
Ya tenía la paleta de colores
que rezuma la piedra.
Ya tenía el pincel
en cada yema de los dedos.
Embadurnado
por una lluvia de tintura
se tendió boca arriba
sobre el suelo de la cueva:
Apareció tanta belleza desconocida
y suya (la que veo yo ahora)
que tuvo que empezar a ser otro ahí.
Tuvo que romper a llorar.
©Rubén Lapuente
después de Altamira todo parece
decadente (Picasso)
LA SERRANA

Por la carretera
me cruzo
con el autobús
que lleva a la serrana
Huye
del paisaje eterno de montaña
pintado
en su ventanal
como yo de un horizonte de ojillos
en hilera
Huye
de su plazuela de piedra
junto al río
bajo el mirlo acuático en la rama
como yo de una arboleda
de mentira
Y cambia
las calles de piedra
las cancelas
los portones
las boñigas que le cercan
por avenidas de luces
de escaparates
por miradas que la desnudan
Y sus noches
de silencio
de estrellas como ascuas
de grillos que se callan a su paso
por baraúndas
y amores
de madrugada
Y cambiaría
su trabajo
de acarrear leña
de guarda de ganado
en el monte
de hortelana de carámbanos verdes
por ser una tijera
y un peine
por ser un eslabón
más
de una cadena
Por la carretera
los sábados
me cruzo con el autobús
que la lleva
Y hago sonar la bocina:
La serrana sabe
quien soy
Y que intercambiamos
la vida.
©Rubén Lapuente
(Villoslada de Cameros)