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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

GOLONDRINAS, ORONETAS

GOLONDRINAS, ORONETAS

Si envejecer es ver cómo se van alejando las cosas de uno, estoy de enhorabuena, porque a mí todavía me llaman, tiran melosas de mi manga, hacen que siempre vuelva la cabeza. Puede ser un centro de flores secas, una acuarela, un biscuit, un baúl de mundo…, o las pequeñas cosas que heredé de mis padres. Y que todas con el tiempo peinen pátina, maduren su historia, y lleguen a ser como trocitos de uno.

Y siempre falta algo que poner, o que cambiar. Ahí, hay un hueco. Ahí, cabe un detalle. Eso de toparse cada día con la faz de la nada en una pared, o en un rincón de la casa, esa trillada frase de la modernidad en el diseño, lo de que menos es más, lo de quitar en vez de añadir, a mí me llevaría al bostezo. ¿Pero no somos sólo memoria, recuerdos?

Ayer, mirando la fachada de mi casa de El Rasillo, tan enredada entre pinos, la vi pueril, sin una anécdota, sin merecerse una larga mirada. ¿Y qué pondría? ¿Cosas para alimentar el espíritu? ¿Poesía? Oh, sí, eso, le falta poesía, le falta gratitud, hospitalidad. ¿Y por qué no esas tijeras del cielo, esas golondrinas que les basta una esquina, un ángulo, un rinconcito para saludar a la nueva mañana?

 Si fuera marinero, de los puros, de los que se casan con el mar, seguiría esa ceremonia suya de tatuarse una golondrina cada cinco mil millas marinas, o mejor, tantas como veces regresara al puerto del noray donde tuviera amarrados los besos.

Pero sólo soy un grumete subido a la cesta de la gavia del pino mayor, de este océano verde de Cameros, y ya no avisto tantas anunciando la primavera, que no todas vuelven a colgar sus nidos en los balcones. Andan tan desaparecidos sus gorjeos, sus vuelos circenses, su carrusel de campanadas perdidas, y todo por esa manera nuestra de enredar, cambiando el paisaje, abandonando la agricultura, o nuestros pueblos, que las tienen medio exiliadas, confundidas.

Y mientras regresan las mortales, en la fachada de mi casa, como un señuelo, como un trampantojo, he colocado una bandada de ellas, pero de cerámica, “oronetas”  se llaman en el musical idioma valenciano. Un siglo llevan volando quietas por las casas levantinas. Faltaba poesía en la faz de mi casa. Ahí las tengo, dispersas, elegantes, simpáticas, humildes, intentando alcanzar los inalcanzables aleros del cielo. La verdad es que a lo mejor se animan en marzo las de verdad, y se emplazan bajo la larga cornisa de mi tejado, junto a ese anzuelo de la colonia de las que hermosean mi casa, y trisan silenciosos brillos al sol…

Dicen que traen felicidad, fidelidad, buena suerte. Yo las veo desde la calle y algo pasa, algo como un revuelo se me mueve dentro, como si estuvieran dando cuerda al tiovivo de aquel campanario de la infancia, y eso que son de cerámica. No te digo nada cuando vuelvan  las de Bécquer, las que traen siempre en un temblor del ala, la primavera de un cerezo.

 ©Rubén Lapuente Berriatúa

 Publicado en el diario La Rioja 22/01/2022

1 comentario

Victoria -

Hola Rubén
Es muy posible que no me recuerdes, hubo una época en que seguías mi blog, un blog ya abandonado, Noches de luna. Resulta que estoy revisando algunos textos y me he encontrado con los comentarios que compartíamos. He picado en tu enlace y ¡ahí sigues! Me alegro, así que tienes una "nueva" seguidora.
Un abrazo