UN OKUPA EN MI CASA
Vino bohemio de noche. Vino con su hermoso abrigo de plumas leonadas. Y con toda la miel del otoño en los ojos. Desde mi tejado, por la chimenea, se lanzó tan osado, tan ave magna. Nunca lo entenderé ¿Creería ver desde la altura, entre las aún cálidas cenizas de mi hogar, los tizones ojos de un mirlo? ¿O fue que esa noche, huyendo de la cellisca, creyó que esa marea de ascua tibia subiendo hasta envolverle, era por fin su edén perdido? ¿O quizá me vio el otro día deshollinando, metiendo la escoba y la cabeza por esa boca negra, dicharachero, al compás del Chim, Chim, Cheree de Mary Poppins? Nadie podrá saberlo ¿Y por qué tan audaz? Pero si debió bajar abismándose. Si ni nosotros mismos nos atreveríamos en la vida a atravesar un túnel oscuro.
Y aterrizó en el planeta cerrado de mi casa de El Rasillo. Y lo siento por su angustia. Claro que el grifo no goteaba. Ni sabía que la ganzúa de su pico abría la alacena. Allí tenía un tabal de sardinas en arenque, una perdiz escabechada de calendario, y una tableta de chocolate negro para calmarse y resistir y darme tiempo a volver…
Cuando abrí la puerta de mi casa, pensé en los ladrones, al ver en el suelo el jarrón chino hecho añicos, destripados los pájaros bordados de la colcha, y la lámpara del techo indecorosamente condecorada.
Y cómo siento no haberle dejado sólo la profunda noche dentro. Y cómo me duele su angustia de que no pudiera traspasar como la luz el cristal, sin herirse, sin caerse, una y otra y otra vez, contumaz.
Y al pie del ventanal, cayó, ahí cayó, boca abajo, ahí muerto. Y mientras me acercaba, ese atado de plumas me iba recordando el ulular de su agonía…
Y sin cayado miedoso. Sin puntera de zapato. Con mi misma mano desnuda, como si fuera el cadáver de un hombre, le di la vuelta, y entonces, el cuello se le desenroscó, como un tiovivo giró la cabeza ¡Oh, era un hermoso búho real!
Y no lo arrojé a la basura, lo envolví en un retal de arpillera y lo enterré en el jardín…
(¿Sabes? Yo tenía diez años y pájaros volando por la cocina. Tenía mis hombros para darles besos de miga de pan y piquitos de lechuga. Tenía a Pinito del Oro en el trapecio de mis dedos. Y al anochecer, me regalaban un bis de trinos, creyendo que la luz de la bombilla era otra vez el sol de la mañana. Y tenía a mi madre, que iba por detrás con un trapo, recogiendo las plumas, restregando las heces…
Y cuando caía alguno a plomo del nido de la pared, caía a ese agujero mío sin fondo del sueño… Una tarde se fueron todos volando por la ventana (la abriste aposta, verdad mamá), a esa escuela del sol, de la lluvia, del viento, a graduarse en indigencia. Y con ellos, yo también abandoné el paraíso, para irme a ese oficio de vivir, a ese mal invento, a esa batalla inútil con uno mismo)
...Encima de la fosa puse unas piedras, para esas alimañas que huelen y desentierran la muerte.
©Rubén Lapuente Berriatúa
Publicado en el diario La Rioja 29/12/21
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