LA SAL DE LA VIDA
Lo descubrí de casualidad, que uno ya no gasta vista de lince. La fachada de mi casa es de cuarcita, ruda piedra, como todas, pero que al cortarla el disco del cantero o del albañil destapa unos paisajes de cielos íntimos bellísimos: como si la novia del tiempo pintara en la piedra con besos de carmín de ocres de desiertos, o de oscura sangre de hierro…
A veces pienso, que después de contemplar los tatuajes de la Naturaleza, cualquier parecido lienzo humano posterior, es redundancia, copia mala.
Yo estaba a un palmo de esa sajada piedra, colocando unos amarres de alambre para guiar a mi enredadera, cuando vi pequeñas concavidades en el cemento que une las piedras, como si algo o alguien lo hubiera agujereado, pequeños cubiles por doquier (la belleza es distancia, costura si te das de bruces con ella).
Estuve algunos días atento, echando un ojo a la fachada, y nada ocurría. Pensé que sería porque estaba yo ahí de pasmarote, visible centinela espanta misterios, y que debería mejor esconderme para descubrirlo, o, a lo mejor, el hecho ocurría de noche, o a primera hora de la mañana…
Así que empecé primero bajando al jardín, a esa hora en la que el madrugador sol comienza a hacerse las uñas en la coqueta de la pared. Y de pronto, ¡voilá!, ahí los tenía, verticales, con su piqueta lamiendo el muro. Eran alados alpinistas con piolets en sus patitas de alambre. Puros pájaros, casi picapedreros, lugareños de esta hoguera verde de la sierra riojana.
¡Claro! ¡Acabáramos! Vienen a desayunar el rocío salado que rezuma la pared. Untan su rebanada de pan de esa oculta mermelada en salmuera…
Claro. Es la sal. Todos los animales la buscan donde sea: la lamen en las piedras, se lengüetean unos a otros la piel, hasta salen a la carretera en invierno a bebérsela: la que sembramos a voleo en el blanco trigal de la nieve, o la que suben en bloques los ganaderos al monte…
Sí, la sal, y también en nosotros, que venimos del mar, que encalló nuestro moisés y dimos un valiente salto de esbozo de anfibio al embeleso en tierra del primer amanecer, el que todavía hoy nos hace hincar las rodillas de tanta belleza y misterio, y tan sólo nos llevamos un estanque de lágrimas de nuestro océano, para sentarnos a llorar eternamente la pena de ver morir, o la alegría de ver nacer…
Sí, y una pizca de sal en cualquier cháchara, entre las sílabas de las palabras, y otra diaria en la cocina, con ojillos abiertos de salero en el salobreño mantel de la mesa…
Me acerqué a hurtadillas para verlos mejor, y siempre el miedo, la desconfianza: quizá nuestra torpe inteligencia con la Naturaleza no les ha debido dar nunca mucho sosiego…
Y antes de que apuren su tazón de salitre en la pared, cruzo, con una palmada, con mi regañina, esa linde roja que nos trazan siempre…
¡Y a volar!
Que por su salud y la de mi pellizcada casa, ahora seré la diaria sirena de su jornada glotona, y su médico de cabecera, que tanta gollería salada no debe ser muy recomendable ni para su tensión ni su colesterol, que nadie me negará que sus niveles son demasiado altos, como que andan siempre por las nubes.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado hoy 10/07/22 en el diarío La Rioja
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