DINOSAURIOS
Como media vida lleva el trastero de mi casa inmaculado de oscuridad. Un milagro que aún luzca la polvorienta bombilla que limpio por deferencia a tanto despechado olvido. Ahora que a los hijos les han salido alas para volar de casa, toca remover el pasado, hacer sitio al nuevo, tirarlo todo por la borda de un contenedor. Y removiendo unas cajas (yo creía que nadie deja un beso en el desván), ahí estaba en una bolsa el osario de los terroríficos amigotes de mi hijo, los juguetes de sus primeros Reyes y cumpleaños: sus impávidos dinosaurios.
Y es que andaba el enano siempre por la casa con sus bichos. Entrabas en su habitación como a un parque de atracciones del jurásico. Una patrulla de reptiles velaba su primera peonza junto a su bólido de cuerda y sus canicas de colores que, pasadas ya de moda, las había reconvertido en fértiles huevos que incubaba una fiel maternal tiranosauria. ¡Hasta en una cubitera tenía a un triceratops haciéndole pasar la edad del hielo!
Y nada de saurios con un hoyuelo de Kirk Douglas en la barbilla, los quería bañados en azogue terrorífico con gordos golondrinos de acné cavernario, bien curtidos en zurrar la badana. Ah, y de tan sanguinarios como los que ves en las películas o en los escaparates, a punto de descuajeringarse las mandíbulas.
Era su otra familia, a la que llegaba en un pestañeo, pero llevándose también esa mueca de dolor que le venía a veces, y que por esos andurriales suyos, ninguna bata blanca mirando al trasluz su radiografía, le había encontrado aún esa esquiva rama de espino que, al viento de su sangre, le iba arañando la vida.
Y ahora que hago limpieza de media vida, que vuelan estos dinosaurios hacia el país de nunca jamás, parecería que tanto bicharraco fueran sólo gramos de escamas de goma, cadena de una manufactura. Pero, tendido sobre una sonora camilla, cruzando aquella batiente puerta de hospital, al asomarme a su ojo de buey, le vi cómo se apretaba a uno de estos dinosaurios, el único que le llevé a su cama, enarbolándolo luego como una espada de madera, hasta que dobló la última esquina blanca del largo pasillo, camino del pavor.
Ese leal muñeco con el que sellamos en la convalecencia una alianza de sangre, llevándole en mi mano y en su manecita libre de sonda en sonda, por aquel pabellón de La Paz de niños malheridos, donde entre palanganas de orina enferma de niño y tibias esponjas teñidas, te cruzabas con alguna mujer de mirada de loba herida, por ese infinito dolor de ver cómo caía lentamente su soldadito, que era igual al mío.
Ahora sé, que al principio de la vida, hay hilos de memoria rota, como ese momento mío de belleza temblorosa, viendo a mi hijo (que no lo recuerda) enarbolando a uno de estos desahuciados dinosaurios, pero que yo ahí estaba para atraparla, y rescatarla hoy que viene en un viaje relámpago a su nidal riojano, ya vagabundo de su porvenir, poder verle, afortunado que soy, también, también desde su olvido…
Adiós, bicharracos, adiós, y gracias.
Rubén Lapuente Berriatúa
Publicado en el diario La Rioja el 3/12/2022
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