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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

ISA Y JOSÉ

ISA Y JOSÉ

Fue cuando la habitaba el dolor que Isa y José venían a casa un día a la semana a verla, creo que era los jueves. Enamorado de la madera, José, la vestía de sólida mesa, de bella alacena, de amorosa cama. Le veías en las manos ese hilo de savia que llegaba hasta su casa natal en Matute, que se la restauró él solo con piedras y talados pinos negros de su amada Soria. Un día me contó la verdad de su callado calvario: “Imagínate, Rubén, en la carpintería, buscándonos todos con la misma mirada inquieta, asustada. La madera, apilada como un mueble, se nos hizo hasta familiar: no cambiaba ni de sitio ni de nudo. Que, en un encadenado dominó de ladrillos, un soplo baste para que el andamiaje de un país se desplome tan rápido, cuesta creérselo, digerirlo. Nadie vio la carcoma. Y cómo aguantas de centinela en la carpintería el apretado ahogo de olor a silenciosa madera de cada día, de cada sueño de noche, esperando y sin cobrar, el inminente cierre. Y con el miedo al porvenir, con esas paredes de la casa que parecen mirarte, aún no son tuyas, como si fueras un extraño huésped. Oh, y ahora malviviendo en el paro, cómo me cuesta soportar el peso diario del punzante rumor de la incertidumbre. Tiene gracia que lo acalle con el aspirador, que paso y paso por la casa, seguro que aspirando lo aspirado, confundiéndolo adrede con el añorado revuelo del serrín. Y al acabar las tareas domésticas, creo verme en el espejo esas hermosas y doradas sortijas de la madera enredadas en el pelo. Y así salgo a la calle, buscando ese escondido runrún de aserradero por toda la ciudad enseñando a todos mis manos de madera. Tendré que irme de aquí con mi zurrón de gubias, o dedicarme a otra cosa, pero, Rubén, ¿a qué?” 

Creo que venían los jueves. Y, ahora, sabiendo de su miedo, de su futuro temblando, de su paro que se agotaba, ni se lamentaban ni les veías un rictus de incertidumbre en la cara. Sólo hacían que por entre los labios de ella asomara un destello en sus dientes cansados de moler los días sin vida. Y que, al irse, se levantara con más fuerza para tachar en el calendario el postrero día: uno menos para seguir mojándose bajo la ponzoñosa lluvia redentora de una nube de plástico.

 Después de un tiempo, ahora con la enfermedad de mi mujer sin noticias de su paradero, han cogido en arriendo una tienda de frutas y verduras de su barrio, alejado del nuestro. Y ayer, tirando del carro de la compra, nos presentamos allí. Y pusieron el grito en el cielo: Que cómo veníamos. Que no estábamos obligados. Que no era nuestra barriada. Que por qué lo hacíamos.

Quizá ya no se acuerdan de cuando a mi mujer la habitaba el dolor, e iban cada semana a casa como a asomarse a un patio interior a tender la ropa, y se encontraran en el chirrido del tendedero con ella, y así, de cháchara, lograran que no se bebiera todo el dolor a solas.  

“Este perfume de huerta no es el mío”, nos dice José al irnos.

Nosotros, sí que sabemos, que los jueves de cada semana, en la vega de la mesa de nuestra cocina, será el aroma nuestro.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado el 11/09/23 en el diario La Rioja

2 comentarios

Rubén Lapuente Berriatúa -

Gente buena, que no te habla ante el dolor de otro, de su dolor.
Un beso Victoria

Victoria -

En la vorágine de la actualidad se nos olvida que hay gente buena, así sin más, gente buena. Y eso que a veces basta con ver su mirada y escuchar su voz, a mí me pasa, y aseguro que la hay, y no son tan pocos. Un abrazo