BUITRES
Los buitres, Rubén, son carroñeros, no comen animales vivos. Pero ahora escasean las reses muertas que era su manduca. Dejábamos los cadáveres en el campo para su alimento, pero, ya sabes, está sanidad, y es ahora un camión quien los recoge, y, o son incinerados, o van a los escasos muladares dispuestos. Pero a esos cenadores no llega la suficiente carne como para alimentar a tanto buitre pandillero. Y ahí están, sobrevolando el monte, que todos los días la gazuza les aprieta. Ayer, Rubén, aquí en Salamanca, se comieron vivos a una débil vaca y a su ternero prematuramente nacido, como en Lérida, como en Castellón, como en Zamora… Veía las cuencas vacías del becerro y se me caía el alma. Como esto siga así, tendremos una desgracia humana. Que estos carroñeros, en proceso de reconvertirse en alados homicidas, ataquen a personas indefensas como ancianos y niños en el campo, no creo que tarde mucho en llegar, tiempo al tiempo…
Y mientras me iban picoteando sus palabras, en el teatro de mi cabeza levantaban el sangriento telón, salía el espanto a escena…
(Se rezagaba monte arriba el animal. Buscaba un aparte, un recodo, un remanso a su pudor de hembra preñada. Y muy débil se tendió en el pasto.
Una bandada de buitres lo adivinó enseguida, y sobre su grávido vientre, empezaron a tejer, en su lenta y fingida danza, un rosario de sangrienta corona.
El ternero salió prematuro, como un niño por la gatera, culebreando, con la cabeza entre los patas, y tan mojado de cálida oscuridad que, así, echado sobre el pasto, parecía el papel de celofán, no sé si de envolver al bebé de una estrella…
Pero la vaca, acostada, no podía lamerlo. Tan débil, no lo alcanzaba. Erguía la cabeza. La volvía. Empujaba con el cuello. Tiraba de sí…
Y de ver cómo su morral de calostros se quedaba tan sólo a un palmo infinito del hocico de su cría, todo el corazón como un papel entre las manos se le arrugaba, y su mugido tan roto de angustia, sólo daba un aliento a presa fácil, a rapiña, a despojo…
Alrededor. Ya en tierra. Apiñados. En comuna. El corro de buitres enfatizaba con las alas:
“Si ya nos cierran los muladares, neguémonos camaradas a pasar tanta hambre, deberíamos acortar los tiempos, dejar de ser carroñeros. Hacernos antes verdugos, como esos matarifes que desde las claraboyas de los mataderos (oh, qué bien huele la muerte), les vemos, sin piedad, colgarles boca abajo de un garfio, buscándoles la yugular con un cuchillo, que así, qué listos, recogen en un caldero hasta la última golosa gota de su sangre…”
Y cobardes se lanzaron primero a por lo más indefenso, a por lo más tierno, a por las mullidas cuencas de los ojos del inocente ternero, como si, así, al cegarlo antes, les hiciera más impunes, más sanguinarios, más sádicos…
Y mientras el mugido de violín roto de la madre, era más enorme que el dolor, hería hasta la muerte, el pobre becerro miraba desde las tinieblas, el infinito horror de haber nacido...)
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado el 30/07/2022 en el diario La Rioja
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