LINFEDEMA
Le ha quedado el linfedema en un brazo, y una bata al pie de la cama que hay días que le parece tejida con vellones de plomo. “Cuidado con una picadura, con una quemazón, con la traviesa punta de un alfiler. Siempre con el manguito bien prieto. Lo de coger pesos, hacer trabajos duros…” “Pero, doctora, tenemos jardín y yo soy quien…” “Pues déjeselo todo mejor a su marido”. Graciosa y sensata la oncóloga galena. Ya tenemos jardinero.
Ahora, trabajos de jardinería los hago todos yo. Al principio no hizo demasiado caso, que ya antes de la enfermedad se echaba la floresta a la espalda. Y cómo iba a dejar lo que la completaba si sus manos intimaban con la tierra.
Un universo verde en su regazo me traía al acabar la faena. Se me acercaba cubierta de broza, de sal de la tierra, alegre, encalada del perfume del agua, y con unos guantes de cirujana vueltos aceitunados de tanto navegar por la sangre de las plantas.
Pero, en seguida, a un continuado esfuerzo, volaba ya un brazo irreconocible, abotargado: un zepelín sonrosado de fiebre en llamas (Rubén, el rosa no es un color, es un marrón).
Pues sí, ahora ya tenemos jardinero.
La jardinería no es algo que me complete. Por mí lo dejaría todo al albur de la naturaleza, a su milagro, y sin los consejos que me dicta mi vecina del bosque, que no deja de susurrarles al oído su complejo vitamínico en forma de melodiosa gragea musical. A las mías no las encuentro las orejas ni por el envés de las hojas. Además, mi aledaña las estimula con estiércol de caballo y otras deliciosas especies olorosas, invitándome a ir a buscarlas a la isla de los tesoros evacuados. Yo, le digo, que primero les preguntaré a mis musas cómo me ven en un estercolero, no sea que se les caiga el mito y me dejen para siempre con la hoja en blanco.
Si, ya tenemos jardinero. Pero al igual que Felipe II no mandó a luchar sus naves contra los elementos, lo mismo podría decir yo aquí. A mí me gustaría que mis plantas en esta tierra arcillosa de Cameros crecieran con sufrimiento, que sintieran que la vida no es fácil, que intentaran florecer en la cicatriz de una piedra, pero, a su alrededor, nacen demasiadas malas hierbas (ay, si fueran bellas), que se reproducen como Gremlins, secuestrando a las mías, y es casi imposible arrancarlas de la cabeza a los pies: alguien las dotó solo de fe en sí mismas, y se agarran a la tierra como garrapatas a un perro. Y ahí ando con sal, con vinagre, con agua hirviendo, o soltando juramentos al dios que las hizo tan pendencieras.
Luego, al acabar la floricultura, cómo voy a llevarle un universo verde, cómo va a ver en mi cara ese mismo beso de arcilla que yo veía en la suya, si soy aprendiz de todo, maestro de nada: payaso jardinero. Además, ella ya no es la misma, y ahora mira el jardín envuelto en lejanías, como una fotografía rota.
Y en el zaguán de la casa, acomodo el vaivén de mi mecedora al de la suya, más de balada (cada vez son más de mimbre los huesos de nuestro esqueleto), haciendo juntos este viejo viaje de la vida hacia el cansancio.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el diario la Rioja 3/7/23
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