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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

CARTA DE UN KAMIKAZE

CARTA DE UN KAMIKAZE

Esto de abrir los ojos por primera vez a la vida cuando la guerra tomaba café frío, y en la Rioja, seguro que es una casualidad, pero menuda suerte el no haber vivido ni sentido muy de cerca una guerra cruenta. A lo más, oírme en el estómago una breve escaramuza, pero con disparos de fogueo amoroso. Lo pienso al recibir una invitación para colaborar en una revista sobre esos cuatro mil pobres muchachos kamikazes: pilotos japoneses de la segunda guerra mundial que, empujados o engañados o iluminados, se quitaron la vida sin haber vivido (hoy son drones, sin grito desgarrador dentro, los que hacen el trabajo sucio, los nuevos mártires del Todo por la Patria).

Y yo, que he leído la cultura japonesa en las páginas de Mishima, cierro los ojos, e intento encarnarme en uno de esos desgraciados muchachos. Y tan acorralado estoy por el repudio de mi gente y de mi patria si decido vivir, que elijo lo que no quiero: morir, morir como las abejas que aguijonean y caen muertas.

Y antes de subir a ese caza samurái, ataúd de acero de viento divino, pensando que soy la nerviosa espoleta de mi abombado maletero, ebrio mi aliento del valor que da el sake caliente, ¿a quién voy a escribir por última vez, sino es a lo que más amo?:

 

“Madre, al final he dado el paso. Y bien sabes que no ha sido solo por esa arenga diaria en el patio: Que el emperador os sueña, que os brinda una muerte hermosa, que vendrá a recibiros la gloria…, que no, madre, que lo que ha hecho inundarme el espíritu de orgullo, de dignidad, de pureza, fuiste tú, que me enseñaste que el valor de la vida ante el deber tiene el peso de una pluma. Y cómo no voy a levantar la mano para alistarme en la muerte si nos están humillando, si chapotean sus sucias botas en nuestro mismo charco de sangre.

Y hoy es el día, madre. Ya me he anudado a la cabeza la cinta con ese hermoso patrio sol rojo violento nuestro, y ceñido a la cintura la faja que me mandaste como un altivo y doloroso señuelo. Y qué hermosamente decorada con sus mil puntadas rojas. Da las gracias a cada una de las mil mujeres de nuestro barrio que la han cosido, y sólo para mí. Y felicítame, que vas a estar orgullosa de este hijo tuyo que como una tierna flor de cerezo caerá…Oh, la sirena, madre, la sirena... Ahora tiemblo como una hoja, y sé que cuando leas esto, cada día de tu vida irás a buscarme sobre la cómoda, yo, orlado de plata, viéndote pasar la mano sobre el frío cristal de mi sonrisa, por los vidriosos ojos de un muerto, de un héroe muerto, que no ha vivido, madre, que no ha vivido…”

Sobre el mar de aguas de jade tembloroso, este será el último cielo azul puro que veré. Abajo ya avisto al gigante acorazado americano. Y en picado mortal, como un Ícaro de plata, desciendo esta curvada hoja de acero de viento divino…

Mil veces mil, trepidante, gira la hélice. Oh, todo viene hacía mí como cabalgando a lomos del vértigo. En la carlinga no cierres los ojos, me dijeron, que viene a recibirte la gloria, que todas las flores de cerezo del templo, brillarán para ti.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja hoy  17/7/2023

 

2 comentarios

Rubén Lapuente Berriatúa -

Gracias Victoria, siempre me duele ponerme en ese lugar terrible. Un beso

Victoria Heitzmann -

Terrible pero hermoso a la vez. Lleno de emoción. Un abrazo