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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

SIN PÁRPADOS

SIN PÁRPADOS

El vivir dentro de esta hoguera verde que es la sierra de Cameros, y más después de ver quemarse el año pasado el monte Yerga, me hace pensar (temblar si me lo imagino cerrando los ojos), que, un día, por un descuido, o por una vileza, o provocado por la mente enferma de un pirómano, puede llegar a ser esto un verdadero infierno.

Echo un leño al hogar de mi casa, y mi mirada busca algo escondido que anide en el pecho de estas llamas, que, así, descabelladas en su cárcel de ladrillo y piedra, claro que fascinan, pero por desgracia, hay  a alguien, que ese bello fulgor se le vuelve vidrioso en los ojos: se le mal atraviesa en el corazón.

Quizá todo surja de la llama de un fósforo que un día prende la manecita inocente de un niño, y al aventarla, mágicamente, le hace clavar sus ojos en ese baile púrpura, o quizá ya venga todo empaquetado en el maldito azar del abrasado ramaje de la sangre, en su ADN, no lo sé. 

Hablo primero de un pirómano, de un magnetismo, de una cabeza en llamas, de un ludópata del fuego, de un enfermo que ha mirado siempre con luz de barrena la lumbre, que no conjura, que no negocia con las brasas, que sale al monte iluminado por la voz de un dios de centella, prendiendo, bajo unas ramas sedientas, un rebujo de periódicos. Y que no huye del lugar del crimen, sino que se sube a la platea del más alto cerro a contemplar la hazaña de ver cómo salta su fogata de rama en rama, de copa en copa... Y espera allí, el ulular de las sirenas, las espadas de agua, los calderos alados… ¡Su velada con música del crepitar de las llamas!

 Hay otro que no está enfermo, es un incendiario, es ese asesino de la tea que compra y vende fuego, que cuando el viento cálido arrecia y amarillea el estío, cuando bajo los pies le restalla la rama, sale tranquilo y canalla al monte como si fuese a la rutina del trabajo. Ese sicario que vuelve luego a un paisaje de pavesas y, sobre su execrable hazaña, sobre el verde dolor de los demás, miserable, orina.

 Pero antes de que el descuido de un fuego mal apagado, o el de una colilla volando desde un coche, antes de que la ruindad del traficante de fuego o del pirómano, tan difícil de prevenir, se vuelvan alas de muerte, me quedo, me agarro siempre a esa primera voz de alarma de unos verdes ojos. Altos ojos que velan. Ojos que no pueden dormirse. Que no pueden dejar de mirar. Oh, qué difícil estar alerta en la soledad de una torre bajo el sol y las estrellas (en Mojón Alto de Villoslada, ve y sube a ese faro de nuestro mar verde y comprendas).

Tener que llegar a ser el primero en ver una llama, su color, el primero en avisar, raudo, nervioso...

Cuando miro la belleza de este bosque nuestro, veo también a esos forestales, impagables, colgados de las altas torres como peces navegando los cielos, y como ellos, sin párpados, que tienen que mantener siempre los ojos abiertos.

Son una mirada verde en el tiempo. Una mirada que acompañamos cada vez que entornan los ojos, como para que vean, más claro en la lejanía, esa temblorosa y asesina primera trenza de humo y oro y miedo.

 ©Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 4/6/2022

    El futbolín o el hijo de la guerra en https://rubenlapuente.blogspot.com/

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