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OJOS DE DEHESA

a Carmen en su destierro
Le estorban las montañas.
Son murallas
que no le dejan ver
lo que hay después.
Demasiados árboles -dice-
para fijarse en alguno.
Sin ese confín no hay sosiego
en su terco corazón.
¿Quién se cansa de mirar el mar?
¿Quién no se descubre
ante una noche de estrellas?
¿Quién desvía la mirada ante
un valle de cerezos en flor?
Ella desea la lejanía
para no acabar nunca
de abarcarla.
Si se perdiera,
lo haría bajo
esa techumbre.
Si amase,
se volvería al sonrojo
último de aquel horizonte.
Si le hicieran daño,
buscaría el aliento
de ese dibujo en los ojos.
Para entenderlo
tendrías que haberlo visto
desde muy niño
o como yo
volver a nacer
dentro de su mismo sueño.
¿Cómo no va a echar de menos
el mar de su tierra,
si allí se hizo dehesa?
Rubén Lapuente
(Salamanca)
MEMORIAS DE ÁFRICA

(del diario de un soldado de la edad dorada)
Sedado pero lúcido
puedo imaginarme estar
bajo su piel macilenta
oyéndole el trote lejano
que se acerca sin ritmo.
Me lo balbucea
a la cabecera de la cama
adonde acudo al oír
el grito de soledad
que me lanza su campanilla:
No he sido nunca una persona llana.
No he sabido fingir.
He menospreciado a quien
no compartía mis emociones:
El álgebra, la música.
Nunca he hablado por hablar.
Y ahora que llega
ese afilado runrún sin melodía
voy a ser el mismo
que ha vivido siempre solo
pero fiel conmigo.
No me arrepiento de nada.
Santiago…
¿Y si le ponemos música
a ese zumbido?
¿Y si viniera mi pequeño Mozart
con su clarinete y tu adagio
el de memorias de África?
Medio vestido para el concierto
puedo imaginarme estar
bajo ese traje con babuchas
sedado pero lúcido
mientras la caña busca
su frescura y el aire
su vericueto en el ébano.
Y Mozart suena
como ojos de cielo sobre
la sabana de su memoria
como presagio
volando sobre el estampido
de un enjambre voraz que
de pronto…
(lo noto en su rostro)
enmudece e interrumpe
por un momento su viaje.
Rubén Lapuente
a la memoria de Santiago
GIGANTE

A horcajadas,
sobre mis hombros,
soy la mejor montura
para mi hijo.
Desde más allá de arriba,
sin miedo, sin vértigo,
lo mira todo
con ojos de un gigante.
No se bajaría nunca.
Le veo en los cristales
mirarse con suficiencia,
como que le vengan ahora
a toserle los malos.
Como no tiene riendas,
me agarra de los mofletes,
me tapa un ojo, el otro,
los dos, la boca,
y le mordisqueo la mano
para que no me ahogue.
Me clava las espuelas
si me paro en los escaparates.
Él está a lo suyo:
a los coches, al bullicio,
a las luces.
En la cabalgata,
le dio la mano,
como un señor,
al Rey Baltasar,
sobre otro corcel igual
de alto que el suyo.
Y se lleva a casa
el calidoscopio
de toda la tarde.
Se echa sobre la alfombra…
Y bajo los párpados cerrados
se le iluminan los ojos.
Rubén Lapuente