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CORRER, CORRER…

Correr, correr…
Cansar el cuerpo.
Domarlo.
Perro que se entregue a mi voz,
a mi pensamiento.
Ir pisando
la cicatriz del bosque
entre los robles, las hayas, los pinos.
Sin tregua.
Correr, correr…
Ser la estremecida hojarasca.
El latido del ciervo.
El músculo tallado del frío.
El chasquido inesperado de la rama.
Ser el árbol del cuerpo.
Correr, correr…
Sentirme criatura del jadeo.
Médula de mi pequeño universo.
Catenaria confinando lo ocioso:
Punto en el centro de la diana
que agujereo.
Y todo para tenderme.
Tan afilado ya para el sueño.
Cansado, muy cansado…
Aún sin fuerzas para llamarte.
Rubén Lapuente
(El Rasillo de Cameros)
DEHESA

Había sentido el aliento caliente
de su coche en la calle.
Me recibió colgando
sus brazos de mi cuello.
Radiante la sonrisa.
Rodeándome, abarcándome
con sus ojos.
Demasiada vehemencia, pensé,
para no sospechar de algo.
Se quedó enseguida
dormida en el sofá.
Su mano
pendía sobre el móvil,
caído en la alfombra.
Ahí estaban en la pantalla:
Las imágenes,
la hora, el minuto,
de esa mañana de huida.
Todo encajaba:
Un largo viaje de ida y vuelta,
para cinco minutos de esplendor.
Ni una foto de su calle de juegos.
Ni de su casa cerrada por la muerte.
Se detuvo sólo cinco minutos
para llenarse de dehesa:
Su bosque claro, sin espesura,
reino de su mirada lenta,
lejana, perdida entre charcas,
encinas ordenadas por la belleza
y animales que pacen tranquilos
como si la vida fuera eterna.
Todas las imágenes eran de su dehesa!
Y ahí, en el sofá,
dormida, fuerte, feliz,
sabe que no necesita de los sueños
si oye
la llamada
de su tierra.
Rubén Lapuente