PEQUEÑUELOS
Hoy ha llamado a mi puerta, Yago, mi vecinito de casi cuatro años. En el ascensor nos íbamos haciendo amigos: Que tengo un pozo de estrellas, que tengo un libro mágico de dinosaurios, a ver cuándo pasas, le decía. Me lo trae su madre para callarlo de una vez.
Al entrar en mi madriguera le dejo que trastee en mis cosas. “Ahí tienes el caleidoscopio, ese de tubo verde. ¿No has mirado nunca por ahí?” Y gira la rueda de esa pequeña esfera tornasolada, de esa mina de inagotable veta de estrellas presas. Un babel de luceros estará engarzándose, rompiendo flores de luciérnagas en labios de cristal, navegando bajo bengalas de colores en un mar girasol de eternos guiños de luces. Y en cada vuelta, todo por descubrir. Nunca el mismo dibujo. Nunca dos iguales. Y no tiene el tiempo, tiempo, para ver toda la belleza, toda la magia de tanto tornasol inacabable.
- ¡Mira Rubén, mira este!, me dice
Y ya hay otro: Almunia de colores. Limos de zafiros con topacios. Y perlas y amatistas con rubíes y diamantes eternamente cambiando…
Veo a Yago como un pedacito de ese tobogán de cristal interminable cayendo conmigo…
- ¡Mira, mira…!
Y desapareciendo para siempre.
Luego he cogido de mi biblioteca el libro animado de los dinosaurios: un pop up de esos llenos de desplegables: el mágico y maravilloso de Sabuda que esconde tantas sorpresas. Y frente a esos enormes viejos amos del mundo de carne de papel emergiendo del fondo del libro, vamos viendo fascinados en cada doble hoja cómo cobran vida. Yo voy leyéndole todas esas historias de huesos atrapados en las rocas, de cómo eran y vivían, y el de su misteriosa desaparición.
Y plegando y desplegando, él, de corrido, de dos en dos, las páginas, quiere que le diga cuál ganaría en una pelea: “este o este otro, Rubén, y entre este y este…”, y así, incansable, delicioso preguntón, hasta que coronamos al Tiranosaurio Rex.
Luego le enseño mi colección de fósiles, esos instantes detenidos de hace trescientos millones de años, esa pura escritura de un cuerpo con toda su muerte encima, ese esfuerzo del silencio y el tiempo por dejar en la piedra ese leve viso rosa o ese fino trazo como salido del dulce lápiz de una niña, o ese caparazón que asoma como la rabia de un puñetazo atravesando la pared. Y mientras mira al trasluz un insecto atrapado en ámbar, pienso en nosotros, en nuestra especie, yacimiento de fósiles de olvido y sueños muertos. Y me pregunto qué dirán de nosotros al cabo de otro enorme trecho del cuchillo del tiempo, si como parece correremos la misma suerte que los dinosaurios. Hasta me da por pensar el cómo nos van a encontrar si no hacemos ni el esfuerzo por colmar un guijarro.
Llama su madre. Ahora que la vida para uno empieza a ser ya una cuenta atrás, menos mal que me baja del cielo del ascensor este Yago de turno, al que, si le regalo mi tiempo, es para cobrarme ese perfume de yerba de niñez recién cortada que tiene el ponerse debajo de la lluvia de oro de su risa, de su asombro, de su inocencia. La eternidad es una tarde con uno de estos pequeñuelos.
Rubén Lapuente Berriatúa
publicado en el diario La Rioja 19/6/23