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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

PEQUEÑUELOS

PEQUEÑUELOS

Hoy ha llamado a mi puerta, Yago, mi vecinito de casi cuatro años. En el ascensor nos íbamos haciendo amigos: Que tengo un pozo de estrellas, que tengo un libro mágico de dinosaurios, a ver cuándo pasas, le decía. Me lo trae su madre para callarlo de una vez.

Al entrar en mi madriguera le dejo que trastee en mis cosas. “Ahí tienes el caleidoscopio, ese de tubo verde. ¿No has mirado nunca por ahí?” Y gira la rueda de esa pequeña esfera tornasolada, de esa mina de inagotable veta de estrellas presas. Un babel de luceros estará engarzándose, rompiendo flores de luciérnagas en labios de cristal, navegando bajo bengalas de colores en un mar girasol de eternos guiños de luces. Y en cada vuelta, todo por descubrir. Nunca el mismo dibujo. Nunca dos iguales. Y no tiene el tiempo, tiempo, para ver toda la belleza, toda la magia de tanto tornasol inacabable.

- ¡Mira Rubén, mira este!, me dice

Y ya hay otro: Almunia de colores. Limos de zafiros con topacios. Y perlas y amatistas con rubíes y diamantes eternamente cambiando…

 Veo a Yago como un pedacito de ese tobogán de cristal interminable cayendo conmigo…

 - ¡Mira, mira…!  

 Y desapareciendo para siempre.

Luego he cogido de mi biblioteca el libro animado de los dinosaurios: un pop up de esos llenos de desplegables: el mágico y maravilloso de Sabuda que esconde tantas sorpresas. Y frente a esos enormes viejos amos del mundo de carne de papel emergiendo del fondo del libro, vamos viendo fascinados en cada doble hoja cómo cobran vida. Yo voy leyéndole todas esas historias de huesos atrapados en las rocas, de cómo eran y vivían, y el de su misteriosa desaparición.

 Y plegando y desplegando, él, de corrido, de dos en dos, las páginas, quiere que le diga cuál ganaría en una pelea: “este o este otro, Rubén, y entre este y este…”, y así, incansable, delicioso preguntón, hasta que coronamos al Tiranosaurio Rex.

Luego le enseño mi colección de fósiles, esos instantes detenidos de hace trescientos millones de años, esa pura escritura de un cuerpo con toda su muerte encima, ese esfuerzo del silencio y el tiempo por dejar en la piedra ese leve viso rosa o ese fino trazo como salido del dulce lápiz de una niña, o ese caparazón que asoma como la rabia de un puñetazo atravesando la pared. Y mientras mira al trasluz un insecto atrapado en ámbar, pienso en nosotros, en nuestra especie, yacimiento de fósiles de olvido y sueños muertos. Y me pregunto qué dirán de nosotros al cabo de otro enorme trecho del cuchillo del tiempo, si como parece correremos la misma suerte que los dinosaurios. Hasta me da por pensar el cómo nos van a encontrar si no hacemos ni el esfuerzo por colmar un guijarro.

Llama su madre. Ahora que la vida para uno empieza a ser ya una cuenta atrás, menos mal que me baja del cielo del ascensor este Yago de turno, al que, si le regalo mi tiempo, es para cobrarme ese perfume de yerba de niñez recién cortada que tiene el ponerse debajo de la lluvia de oro de su risa, de su asombro, de su inocencia. La eternidad es una tarde con uno de estos pequeñuelos.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 19/6/23

 

LA SOMBRA DEL HAYA

LA SOMBRA DEL HAYA

Muy temprano me acerqué a la orilla del río a por una nueva sombra de mañana, al relevo de la enferma penumbra de mi moribundo y último pino que me queda en pie. Sí, mi último pino, descortezado, martirizado por los albañiles que hicieron la casa. Su tarambana vagoneta le quitaba una rebanada de vida cada jornada. Alguna mañana deja escapar el ámbar de sus lágrimas desde su acorralado corazón de maderaIndultado por mi melancolía, no corrió la suerte de los otros pinos de mi parcela, los que para mi mujer daban más miedo que sombra. Acertó, fue una tormenta de nieve. Sí, fueron copos húmedos como yunques sobre las ramas, como nubes de plomo sobre las copas. Además, yo no sabía que la naturaleza dotó a los pinos de un bailongo cepellón, con raíces tan niñas, que después de cenar cuajarones de nieve, y pelearse con una ventolera madrugadora, acaban todos como un boxeador sonado, en mi caso tres besando o mejor mordiendo la lona de barro de mi tejado. Y no tuve piedad, hice leña de todos. 

Buscaba un árbol sin tormentas de ácidas agujas y manás amarillos, con raíces huidizas hacia las tinieblas. Buscaba un haya, y la vi muy cerca de la orilla del río, al pie de su desnuda madre que era febrero. Medía como un brazo mío, y tiré de su cuerpecito, muy suave, como de un hilo de agua, como si desvistieras a ese hijo tuyo vencido de atardecer sobre la alfombra, seguro que velado por un revoltijo de fieles coches patas arriba.

Y al lado de la sombra enferma del pino(desde la altura me pide ya compasión y no morir de pie), con el rastrillo de mis diez uñas, que la tierra tras las lluvias últimas parecía un tierno pan de centeno, le he hecho su húmeda cama como si me tallase un hoyuelo en la mejilla. Y le haré soñar de prisa tejerme un baile de sombras de hojas verdes sobre mi cara. Y dulces rayos de sol atravesarán su desnudez en invierno, hasta colarse en el tuétano de los huesos de la casa.

Pero al regar el haya niña, al ver aún su pequeña sombra, sé que su copa no se asomará a la cita conmigo en mi ventana. Sumo los treinta centímetros de su estirón anual por años de vida que estadísticamente puedan quedarme, y yo ya seré mi propia sombra antes que me regale la verde y frondosa suya.

Y al venir mis dos hijos en un viaje relámpago, amantes de esta hoguera verde del Camero Nuevo, que aquí se hicieron gorriones de un dios azul, aquí muchachos tallados de naturaleza que les ha forjado como un arma para defenderse en cualquier lejano infierno, al verlos asomarse por el alto ventanal de la casa, de pronto, el haya comienza a crecer y a crecer, como ellos a envejecer en la umbría, mientras les adivino ese perfume de mi mujer y mio bañándose en el estanque de su sangre: esos perfiles y gestos que se perpetúan en el tiempo, como si al desaparecer aparecemos con otra mirada, y me explica la vida…

           ¡Sí, mi recuerdo en esa dulce sombra de mañana! 

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado 05/06/2023 en el diarío La Rioja

VEO,VEO

VEO,VEO

No sé si hay alguien en Logroño que alguna vez al salir a la calle mira detenidamente las aceras. Lo digo porque el otro día me crucé con mi barrendera, la que solo tiene ojos para el suelo, y la vi como siempre con su pala y su escobillón, pero esta vez me fijé mucho más en su trabajo, cómo iba recogiendo con paciencia infinita, una a una, de aquí y de allá, ese aluvión de colillas que me dice está sembrado Logroño.

Y ahora que miro más al suelo, que ya me he graduado en colillas de cigarrillos, duele ver de cenicero o de papelera las aceras, los alcorques, la calzada. Mi barrendera me dice que como ese carricoche barredor de barrios nobles ni está ni se le espera, no da abasto a pescar tantas colillas aún vivas, que esperan a que la lluvia o el viento o el agua de esa manguera aseando las calles, les haga entrar en las alcantarillas, y comiencen ese tortuoso viaje que va emponzoñando todo lo que tocan. Luego dicen que el mar nos las devuelve invisibles sobre el mostrador de hielo picado de una pescadería.

Mi barrendera me habla de que algo habrá que hacer para que ese dardo envenenado dude entre los dedos el tiempo suficiente para que aparezca una papelera cercana (pocas hay con cenicero, se queja).

Uno echa aquí de menos la manera de protestar de otras ciudades contra esta plaga: junto a alcorques y papeleras y alcantarillas pintan coloridos círculos de tiza depositando dentro un montoncito de esa lluvia de colillas, luego escriben al lado una frase de reproche. Y ahí lo dejan como un efímero grafiti para que zarandee las conciencias de todos.

Yo le digo a mi barrendera que haga rayuelas en la calle, erigiendo ahí dentro ese túmulo tóxico de señuelo, y al lado escriba una leyenda: soy un árbol, no tu cenicero; Logroño no es una papelera; stop colillas…, cosas así.

Pero me temo que si la vieran pintando esas viñetas en las aceras, al principio la tomarían por activista y gamberra, y eso que las rayas de tiza solo duran dos días alegres por diez años lúgubres las colillas, pero, después, seguro que el Ayuntamiento tan pinturero, al ver en las calles cómo cada vez menos fumadores se atreverían a arrojar una colilla al suelo al sentirse espetados por cualquiera que al cruzarse lo viese (eh, señor, se le ha caído una colilla;¿necesita gafas para leer el suelo?; ¿esto lo hace también en su casa?), sino también por ellos mismos: de verse y leerse su vergüenza en cada rincón del suelo, la condecorarían con alguna cruz de Tiza al Mérito Civil.

Ahora sueña con el día de pasearse por las aceras jugando con su hijo al veo, veo, y no encontrar ya esa vergüenza de cosita que empieza con la letra c. Y así ganar tiempo para hacer como que barre el polvo de oro del primer rayito de sol entrando en su calle, o pasar la escoba bajo los bancos de madera solo por recoger los besos caídos, o echarse al suelo, raspando y raspando las aceras con un cepillo, por sacar esa pátina (de caoba, Rubén, es de caoba), que dice esconde Logroño.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 22/05/2023

UN BALCÓN DE SEVILLA EN CAMEROS

UN BALCÓN DE SEVILLA EN CAMEROS

Buscando en internet una colcha bordada (eso puse en el buscador de Google) para esa antigua cama mía de latón, oscura y sucia, a la que con alambrilla y limón y paciencia infinita le hice amanecer su viejo sol dorado, me encontré con el escueto anuncio de la sevillana Josefina Romero. Le acompañaba un par de fotos reveladoras de la belleza que vendía. Y no sólo me limité a comprársela, sino que, al recibirla, quise que me contara algo de la vida de ese retazo suyo. La llamé. Y mientras de su boca salían requiebros de seda bordada, me iba yo preguntando cómo algo que es bandera de una casa puede venderse, así, sin más, casi regalada, si no es por una bofetada de la vida, o tal vez el corazón de Josefina anda de mudanza y a pesar de los daños quiere otra vez empezar de cero…, no sé…

Al colgar, para mi diario reescribí con largas sílabas de seda su escueto reclamo, que así no se pierda la memoria de esta colcha, o mejor la de aquella bordadora que en tardes de posguerra dejó en la tela toda su belleza:

“¿Quién quiere comprarme esta antigua colcha de seda azul cielo? ¿Quién? Fijaros primero en el asombro de que su labor luzca igual del derecho que del revés. Mirad luego en detalle el bordado de esos pájaros del paraíso. ¿Pero cabe más realce en sus alas turquesa? ¿Más glamour en sus tocados de novia? ¿Más boato en sus plumas timoneras de marabú? Si parece que van a una boda celestial. Si les han bordado hasta el sosiego y la gracia en la quietud de su vuelo.

¿Y en las flores de campanillas? Fijaros bien en esos badajos de estambre. Si la hilandera les bordó también sus sones. Si hasta en la seda salvaje tiembla el volteo de sus aires de abril.

¿Y esas dos ramas atravesándola de norte a sur como venas del sueño en el paraíso, pero cabe más belleza? ¿Quién quiere comprármela?

Fue alguien de mí misma sangre en Sevilla quien la bordó en aquellos años de la posguerra. Que cuando pasaba por las calles del barrio la Esperanza de Triana con su manto abullonado y sus cinco lágrimas de cristal, había que ofrecerle los mejores trapos. Se abrían baúles, roperos, cómodas, y en mi casa el arca donde guardábamos esta colcha que nos servía también para cuando enfermábamos, y tan solo para la visita del médico.  

Y a esa Esperanza de Triana, los caprichos del sol de Sevilla le lanzaban desde los balcones mil piropos: o con visos de una colcha adamascada, o con el brillo de unos ojos que dejó alguien de mi sangre en la seda, o con el centelleo de los flecos de algún mantón de Manila. Y también con la palidez de sábanas remendadas, pero que olían a espliego, a romero, y que, por detrás de su limpia blancura de pobre, unas pinzas de ropa le sostenían un ramo de flores recién cortadas o una larga hoja de palma rizada.

Y que taparan todo el enrejado del balcón, que no se aprovecharan los de las aceras viendo el largo mareo de unas piernas de mujer hasta su más íntima sombría encrucijada.

Quien quiera comprármela que me llame o me mande un correo…

 ¡Para el primero que diga para mí!”

                    (Yo fui el primero)

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 1/5/23

QUÉ PODEMOS HACER

                                                                 A la memoria de Toño Lapuente

 

Ya, ya, ya lo sé. Solo nos queda recordarle. Y qué poco nos cuesta si tenía algo solo suyo que no se muere con los años: ese gesto que se adelanta siempre como un perfume: esa sonrisa a medias, risueña sonrisa, algo pícara, que no le abandonaba ni dormido de muerte.

Ahora no lo encontraremos en las calles, en los bares, en la vida. Sí, ya sé que no responde a la aldaba de su puerta, pero al doblar ayer yo la esquina del Laurel creí verle en otro, o también estos días cuando en el wasap aun dudo y le doy un instante de vida (¡hombre, Toño!), aunque luego se me hiele el cristal, incluso alguna tarde vencida, la mano de su memoria se me posa en la espalda, así, por las buenas (estamos bien, Toño, le digo), o cuando desde el corazón me lanza a menudo su ademán imborrable, como recordándome que está ahí, que no le dejemos solo, entonces, del álbum de mis recuerdos, para que no sea tan pesado, he rescatado una fotografía suya conmigo que milagrosamente cobra vida (tranquilo, Toño, tranquilo, que ya he puesto la foto de Almuñécar en un marco orlado de plata).

Oh, quien entiende que cuando ayer eras un río, de repente hoy dejas de moverte para siempre. Pero si aún tu edad hacía novillos, y te esperaban abriles, tiempo de besos, lágrimas de alegría, y esa copa de vino de terciopelo en la barra de tu bar...

¿Sabéis?, cuando era un niño grande y yo un muchacho, en las vacaciones en el mar, fuimos a ver una película muy mala de terror, y nos echó el acomodador de tanto reírnos. Luego, al salir, me cogía de la mano como a un héroe (menudo héroe).

Ahora estoy llorando.

La vida es una alimaña ciega. Y qué podemos hacer.

Dime, ¡¡qué otra cosa podemos hacer!!

                           Rubén Lapuente Berriatúa

         publicado en el diario la Rioja    06/04 /23

  https://rubenlapuente.blogspot.com/  (nuevo articulo en el periodico

EL COMETA HALLEY

EL COMETA HALLEY

Fue en el 86, en aquel cielo tan limpio de Villoslada de Cameros, y a simple vista. Quienes mirábamos el cielo estrellado con frecuencia. Los que buscábamos planetas, o carros, o lebreles, o arqueros en la clara oscuridad de la noche, lo ansiábamos. Y se vio, yo lo vi, como se ve lo extraordinario: boquiabierto por la sorpresa. Solo le faltaba bajo su estela, la recortada silueta de los reyes magos.

 Aproximadamente cada 75 años vuelve. El anterior de 1910, la poca contaminación de las ciudades lo enseñaba tan claro, que ese escalofrió de plata endemoniado no cupo en la cabeza de aquella mentalidad. Y las crónicas hablan del temor que vivió la gente ante la venida del cometa, como si el fin del mundo llegara.

 Lo más, son dos veces verlo en una vida: si de niño lo descubriste, de anciano quizá repitas. Yo, al de 2062, ya no llego. Sí, un día volverá el cometa Halley, y ya no estaremos aquí, es cierto, pero nuestros descendientes, nuestros hijos, sí estarán, y ojalá después los hijos de nuestros hijos. Yo he dejado escrito en un cuaderno la huella de aquellos días del cometa, para que ese largo hilo de la memoria no se rompa, y así, ¿por qué no?, despertándonos del olvido, nos den las gracias por haber hecho que puedan experimentar lo mismo que nosotros, muchos años atrás. La vida, en sí misma, es el cuento de hadas más maravilloso que se pueda contar…

 

“Era casi de noche. En aquel abril tan limpio de oscuridad, llegaba yo a esa casa colgada de una ladera de trinos, herido de números, de papeles, de oficina, y corría hacia el bálsamo del refugio de mi pequeño balcón, donde me esperaba mi luna redonda de cristal: mi catalejo de espía del cielo. E iba, errante, de rama en rama de cada estrella…

 De pronto, sobre el alto granero del agua, como una alada herida luminosa, deslumbrante, apareció el cometa.

  Desde el zaguán, mi mujer que andaba enredada en haces de leña, al verlo así tal como si de repente una estrella se soltara al viento su cana melena, sobresaltada, me subió hasta el balcón todas las alharacas que aún guardaba de chiquilla: con las manos señalándolo, llamándome a gritos como si en la garganta tuviera un alborotado nido de polluelos.

 Ese trazo de tiza atado como una yegua a su rueda de molino, eterno viajero de plata solo, que por primera vez veíamos, y por última también cuando regresara a mojar su larga cola de hielo y polvo, pero ya sobre el seco río del tuétano de nuestros huesos, nos señalaba lo que en realidad éramos: tan solo una breve mirada en el tiempo.

Cada atardecer de aquellos días del cometa, con nuestro hijo sobre los hombros, salíamos a acompañarlo en su viaje, a arrojar en su fontana de Trevi nuestro sencillo deseo de ser felices. Y al perderlo una noche, le pusimos año a su regreso, y como nos citaba en el olvido, quisimos ver un último destello suyo, como ese guiño que al lanzarlo siempre guarda un secreto compartido: la esperanza que al desaparecer aparecemos en otros ojos, y a su vuelta, por entre la sonrisa de una mirada nacida de nuestro amor, otra vez nos asomaremos.”  

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado hoy 4/03/2023 en el diario La rioja

LANA DE LAS CIEN TIENDAS

LANA DE LAS CIEN TIENDAS

El tiempo que todo lo fatiga, que todo lo muele, a veces se viste de emperador y coloca su dedo pulgar hacia arriba, hacia la vida, indultándote ciertas cosas: unas por su eterna herida abierta, otras por su buena estrella o su hechura mágica, y alguna por tener en su envés, o en tus ojos, un trampantojo tapando su lenta agonía. Y ya no se tambalean nunca. Son las cosas que te verán morir.

 Y ahí está el miedo de abrir el álbum de fotos por si el azar te juega una mala pasada, y tienes que ir a ahogarte al fondo de una almohada; o mi antigua cama de latón, que limpié hasta quitarle el vaho de la muerte en su cabezal, y su lecho es ya como echarse a la sombra de un sol de mimbre, como si navegaras en una barca por las aguas del sueño de todos tus amores; o esas golondrinas de cerámica en la fachada de mi casa(señuelo para que vuelvan las de Bécquer), que trisan silenciosos brillos al sol, intentando alcanzar los aleros del cielo; o mi enredadera, mi amada glicinia, que ya es la colcha de mi casa, el teatrillo de sombras chinescas en las cortinas de mi habitación, cuando en la ventana el viento mueve sus hojas. Pero sobre todo me ha indultado a lo más frágil, a cierta prenda de vestir, de lo poco de lana mío que no ha acabado junto a las mondas de patata, y es sólo un jersey que espera alguna tarde en la palomilla del armario, el recuerdo del ala de mi mano.

Lo compré en los años 80, en una de las cien tiendas (la prenda eterna anida por ahí), marca elipse, burgalesa, de Lerma, tristemente cerrada hoy. Y que esconda el reclinar de un cuerpo de muchacha, o diamantes de saliva de besos furtivos que le cayeron, que tenga pequeñas huellas de lágrimas del dolor en su regazo, o agujas de rocío de noches, yo colgado de aquella ladera de trinos en Villoslada buscando estrellas, no me basta para comprender el por qué dura tanto este idilio mío, aún con mariposas de lana en el estómago.

Si me contaron que en la posguerra la pobreza iba a por lana enredada en los alambres de los cercados, para tejerse con humildad e infinita paciencia una rebeca o un jersey, seguro que de eso estará hecho este bicho mío: de jirones de lana virgen de oveja en alambradas de púas, y al frío viento de los montes.

Tiene una enmarañada piel de hebras de color tierra, y una miríada de pequeños vellones azules, blancos y naranjas, como planetas de esquilados carneros que giran en mi torso como si mi corazón fuera su sol de lana.

 Por la casa lo luzco alguna tarde de sábado, y me sonrío imaginando que algún día podría cansarse de mí, como si fuera indigno el que yo lo llevara. Pero hay tardes que pienso, si no seré yo quien anda como sonámbulo, cegado, como si tuviera un espejismo delante, y lo que realmente llevo puesto es ya un remiendo. Pero no sé, no creo, porque al asomarme a la luna del espejo, ya dentro de su abrazo de lana, al único que veo tambalearse en este viaje hacia el cansancio que es la vida, y como un harapo, soy yo, sólo soy yo.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado hoy 4/2/2023 en el diario La Rioja

mi otro blog http://rubenlapuente.blogspot.com/

MIRADAS

MIRADAS

Por la larga calle del bulevar, bien temprano, camino de mi diaria rutina, me cruzo desde hace un par de semanas, tan puntual como una estrella, con un rostro de mujer, dulce en la penumbra.

Yo voy con ese cuerpo que finge mal despertarse cada mañana, y no es la mejor manera de atender la dulzura de unos hermosos ojos nuevos.

Al principio ella sólo era un perfume delicado que me llegaba tan recién florecido, que me hacía buscarle los ojos a ese aroma rosa, pero con una mirada rápida, que no son estos buenos tiempo para la galantería, y menos para la ya tan criminalizada seducción, y cuesta demorarse en unos ojos desconocidos, como si te fueran a decir que ese lugar es sagrado, que qué haces tú ahí, que quién te ha dado permiso, que esa no es tu capilla.  

Pero con la frecuencia de los encuentros, ya nos reconocíamos, y al verla, o al verme ella a lo lejos, de ir a buen paso, bajábamos el ritmo para que durara un poquito más el tiempo de nuestra ya agradable diaria coincidencia.

Las miradas eran mutuas, cada vez más cercanas, más cómplices, más sostenidas. Al cabo de dos semanas, ya nos dábamos, y a la vez, esa media sonrisa que nos contagiaba también los ojos, como si alguien o algo los iluminara por dentro. Nos gustábamos, o quizá sólo era pura cortesía, o necesitábamos entretener, aunque fuera con un fingido escarceo, esa monotonía de la vida, pero no creo, porque íbamos estrechando la acera, porque ya nos ladeábamos para no rozarnos, para ser amables, sutiles…

” Hasta luego”, me dijo ayer.” Adiós”, a media voz trastabillada y a destiempo, le dije. Y nos volvimos a la vez para darnos nuestra mejor y más radiante guardada sonrisa…

 Al día siguiente, sabía que era la mañana de pararnos, y frente a frente. De las primeras preguntas: “¿Cómo te llamas? Mira que nos ha costado dar el paso ¿eh? ¿Trabajas por aquí? ¿Tienes tiempo de tomar un café? ¿Sí? ...”  Luego, quizá fuera la mañana de las mentiras, o de las medias verdades. ¿Sólo de una amistad?: Difícil, que somos hombre y mujer, pero ya maduritos para perder el tiempo en devaneos, y tanta mirada cómplice, ¿adónde nos llevaría sino es a un mullido pajar de besos?

Ahora estará ella bajando por el bulevar. Adelantándose al tiempo. Buscando mi silueta en la lejanía. Seguro que, con un bonito vestido, algo más maquillada, oyéndose el timbal enajenado en el pecho…

 Pero hoy he cambiado de trayecto. He tomado una calle paralela a la avenida. Y mientras la veo fugaz rebasarme por entre dos esquinas del bulevar, yo ya por el nuevo camino de mi diaria rutina,  y aún con la huella viva del suave vaivén de una mano en mi espalda: mi despertador esta mañana, me imagino, que hay ahora alguien, tan puntual como una estrella, que descorre unas cortinas, que abre un balcón de par en par, y que, recogiendo mi silencioso pijama sobre la cama, tal vez, por un momento, cerrando los ojos, aspire su olor. 

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 07/01/23