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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

DINOSAURIOS

DINOSAURIOS

Como media vida lleva el trastero de mi casa inmaculado de oscuridad. Un milagro que aún luzca la polvorienta bombilla que limpio por deferencia a tanto despechado olvido.  Ahora que a los hijos les han salido alas para volar de casa, toca remover el pasado, hacer sitio al nuevo, tirarlo todo por la borda de un contenedor. Y removiendo unas cajas (yo creía que nadie deja un beso en el desván), ahí estaba en una bolsa el osario de los terroríficos amigotes de mi hijo, los juguetes de sus primeros Reyes y cumpleaños: sus impávidos dinosaurios.   

Y es que andaba el enano siempre por la casa con sus bichos. Entrabas en su habitación como a un parque de atracciones del jurásico. Una patrulla de reptiles velaba su primera peonza junto a su bólido de cuerda y sus canicas de colores que, pasadas ya de moda, las había reconvertido en fértiles huevos que incubaba una fiel maternal tiranosauria. ¡Hasta en una cubitera tenía a un triceratops haciéndole pasar la edad del hielo!

 Y nada de saurios con un hoyuelo de Kirk Douglas en la barbilla, los quería bañados en azogue terrorífico con gordos golondrinos de acné cavernario, bien curtidos en zurrar la badana. Ah, y de tan sanguinarios como los que ves en las películas o en los escaparates, a punto de descuajeringarse las mandíbulas.

Era su otra familia, a la que llegaba en un pestañeo, pero llevándose también esa mueca de dolor que le venía a veces, y que por esos andurriales suyos, ninguna bata blanca mirando al trasluz su radiografía, le había encontrado aún esa esquiva rama de espino que, al viento de su sangre, le iba arañando la vida.

Y ahora que hago limpieza de media vida, que vuelan estos dinosaurios hacia el país de nunca jamás, parecería que tanto bicharraco fueran sólo gramos de escamas de goma, cadena de una manufactura. Pero, tendido sobre una sonora camilla, cruzando aquella batiente puerta de hospital, al asomarme a su ojo de buey, le vi cómo se apretaba a uno de estos dinosaurios, el único que le llevé a su cama, enarbolándolo luego como una espada de madera, hasta que dobló la última esquina blanca del largo pasillo, camino del pavor.

Ese leal muñeco con el que sellamos en la convalecencia una alianza de sangre, llevándole en mi mano y en su manecita libre de sonda en sonda, por aquel pabellón de La Paz de niños malheridos, donde entre palanganas de orina enferma de niño y tibias esponjas teñidas, te cruzabas con alguna mujer de mirada de loba herida, por ese infinito dolor de ver cómo caía lentamente su soldadito, que era igual al mío.

 Ahora sé, que al principio de la vida, hay hilos de memoria rota, como ese momento mío de belleza temblorosa, viendo a mi hijo (que no lo recuerda) enarbolando a uno de estos desahuciados dinosaurios,  pero que yo ahí estaba para atraparla,  y rescatarla hoy que viene en un viaje relámpago a su nidal riojano, ya vagabundo de su porvenir, poder verle, afortunado que soy, también, también desde su olvido…

Adiós, bicharracos, adiós, y gracias. 

Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 3/12/2022

EL VESTIDO DE NOVIA

EL VESTIDO DE NOVIA

“Oh, más de treinta años siendo una bagatela en mi memoria. Olvidado. Sólo fue para una promesa en un día de mayo, para un altar sobre lirios blancos, para un solo baile en la plaza con luna y sueño de una princesa, que una noche se escapó de un cuento.

Tiene campanadas, lluvia de azahar, caricias de arroz, burbujas de brindis enamorados. Tiene mis viejos veintitrés años.

Y cuando se apagaron las candilejas, me dejé caer sobre la cama con él aún puesto, demorando un momento el desvestirme, que no quería que se acabara su pequeña eternidad, que yo era una de esas muchachas chapadas a la antigua, de un tiempo en el que todas nacíamos con una diadema de princesa.

 Y lo metí en una caja de cartón, le hice un sitio en el altillo de algún armario, para años después bajarlo al indigno resguardo de la oscuridad de un trastero. Hasta que al ver con Rubén la película de Thomas Anderson “El hilo invisible”, en esa escena del vestido de novia colocado en el centro de la habitación, rodeado por un sinfín de costureras como si tuviera alma, con el célebre modisto Reynolds girando alrededor de él, buscándole hasta al contraluz su duende, tomándole el pulso con la mirada como un dios interrogando a su nueva criatura, validando su belleza, me dijo:

-¿Y si rescatáramos del olvido y le dieras aire a ese precioso vestido tuyo de novia? Tenemos un descorazonado maniquí, y mucho sitio en la buhardilla, quedaría de cine mirándose en el espejo de pie, además, por las fotos, recuerdo era único, tenía áurea, y podrías verlo cuando quisieras, y yo también, que al final sólo somos recuerdos, que es el primer retazo luminoso de nuestra vida juntos…

Y lo encontré en el último recoveco del trastero, bajo una pila de cajas, tiritando de olvido. Y nerviosa lo saqué de su cárcel de cartón. Desperté a la apolillada bella durmiente de adentro. Ni se me ocurrió enfundármelo de nuevo, que una celebra también con sorna el cumpleaños de cada nueva talla.

Y tenía esa humedad amarilla de la ropa encerrada: salpicaba encaje y organza y enaguas plisadas de seda, y con la matriz de una lágrima ocre de una vena suya rota de tanto despecho, que le bajaba en meandros por la escarpada filigrana de la pechera…

Lo puse a remojo en un cuenco lleno de agua tibia con un puñado de sal, jabón suave, y el jugo de unos limones. Y lo tendí al mediodía en la terraza, al enjuague de los rayos de este melancólico y dulce sol de otoño.

Ahora reluce como aquel día de promesas con campanas y lirios blancos. Y al cruzarme con él, y sola, no siento ninguna herida del tiempo, no, que bastante tengo con un atormentado poeta en casa, que cuando mis largas cicatrices le rozan, aún me invita a bailar, aún me contagia, de nuevo, su blanca alegría de vivir.”

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado el 05/11/2022 en el diario la Rioja

 mi otro blog   https://rubenlapuente.blogspot.com/

SEXO EN CAMEROS

SEXO EN CAMEROS

Vivo en una casa tan hundida en esta hermosa hoguera verde de la sierra riojana, que cuando enfilo el camino que sube a lo más alto del pueblo donde respira, anda ya tan enredada entre pinos que casi ni se la vislumbra, como que ya es pino de piedra, prima de los verdes pinos.

En una de estas últimas noches de septiembre, leyendo mi mujer y yo en la cama, oímos un desesperado y enorme ronco vozarrón que nos hizo quitar los ojos del libro, para buscarnos esa grata y cómplice mirada de asombro que tiene lo inesperado, y aunque sea puntual cada año, siempre sorprende, vuelve cada otoño adolescente y nuevo.

Es la berrea. Es este barítono ciervo riojano bramando en los calveros su sexo en llamas. Si el bosque usara despertador lo haría con la música de este bramido, con este mascarón de bronce clamando como campanas de espadaña al viento, su infinito deseo insatisfecho.

Con los ojos perdidos en el libro abierto, revivo las veces que he soñado pasar mi mano sobre la espalda de estos venados tan huidizos, tan puros, tan esbeltos.

 Tras los pinos, alguna vez he sido el espía del bosque de este barítono ciervo. Le he visto alambrar su candente establo con la llama del olor de su tierra orinada. He visto, dentro de ese vaporoso corral, acordonadas, un harem de hembras que ahora estarán mirando, bajo sus pezuñas, el calendario de su instinto en el reloj del cambiante color de las hojas. Ellas no sufren si el semental ganará o no la refriega enredado en otras cuernas (nunca he visto tatuado en un árbol un corazón de corza atravesado por una flecha) que sólo quieren, que apremia el tiempo, que las cubra deprisa un fértil pálpito de carne en el crepúsculo.

Con los ojos perdidos en el libro abierto, aún está grabado a fuego en mi memoria, la aventura de aquel pobre venado, que hecho un manojo de nervios, con hambre de perro callejero, sin un renuevo tierno que echarse a la boca, vadeando el río Iregua, se atrevió, muy temprano, a acercarse hasta las primeras casas de Villoslada a ramonear en los contenedores de la basura.

En mitad del puente medieval, acorralado por un humeante y garañón todo terreno que lo cruzaba, y por mí, que por el otro lado bajaba con el pan bajo el brazo, mis inocentes aspavientos quizá le harían creer que era yo su verdugo, que el martilleo estridente de la bocina del coche eran acaso retumbos de viejos disparos. Y empezó a temblar como una hoja, como una luna apedreada en el agua, y las mil agujas del miedo le hicieron brincar, saltar por el pretil del puente al mortal vacío…

Al verle arrojarse a los brazos del aire, por un momento pensé que tenía alas, que iba a desplegarlas, que iba a remontar el vuelo…

 

 Al volver otra vez más fuerte, más ávido el bramido, mi mujer, cerrando el libro, bajándose las gafas con el dedo hasta la punta de la nariz, volviéndose hacia mí, bromeando, o quizá no…

 “¿Eres tú cariño?”

 Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 2/10/2022

LA NÁUSEA

LA NÁUSEA

Estoy boca arriba en la yerba de mi jardín, mirando adormilado pasar las escasas nubes de Agosto, y en un pestañeo, sin proponérmelo, al cruzar por mis ojos un pequeño rebaño de ellas, me subo a la grupa de una que me sorprende por su forma de ballena, o quizá se parezca  más a uno de esos nostálgicos zeppelines volando el mar del cielo, y que me lleva a sobrevolar la tierra, esa que de pronto, me la imagino como lo que es, un globo azul, pero ahora no con piel de arcilla, de tierra, sino toda de pizarra, lisa piel como la de aquel verde encerado de la escuela, y en donde todo lo humano que se mueve, lo que aún vive, deja un trazo de tiza tras de sí. Sí, que desde el cielo, a vista de nube, fueran rayas de tiza rastro de la existencia, caminos de vida de tiza la única huella viva. Y yo, a lomos de esa ballena o a los mandos de ese zeppelín, jinete del cielo, sólo veo eso, líneas que van y vienen, que avanzan, que se entrecruzan, que se paran… Ese enjambre color blanco roto como un añoso ovillo, es una vida, y yo la voy viendo enmarañarse. Cada historia, la tuya, la mía también, es un garabato de tiza que se hace madeja, y sólo desde el cielo se ve así, lo veo yo así, rayas como estelas avanzando, de casa a la escuela, a la fábrica, a la oficina, al bar, a la cita con el amor, al sueño… Se entrecruzan, se confunden: unas van lentas, otras veloces, otras inmóviles pero vivas, algunas rematadas ya por un cabo de quietud…

Y a lomos de esa ballena o piloto de esa fascinante aeronave, aún no adivino que la nube va encinta de lluvia, de lluvia de olvido, de lluvia de nunca jamás: Lluvia de borrador de encerado de la escuela, aquel cepillo de madera cubierto por un cojín de fieltro que en un pispás dejaba virgen la pizarra. Hasta que, de pronto, abre su escotilla el zeppelín o el surtidor la ballena, y la deja caer a cántaros, a mares, diluvia sobre toda esa piel de pizarra caligrafiada de historias, que deshace las rayas, las decolora, las refriega, las borra, pero sólo las ya sin vida, las que están ya paradas, encerradas bajo una lápida o en una urna de cenizas, o en cualquier cuneta de todas las guerras, o las que no dejaron de soñar en nuestra miel ni cuando su cayuco de papel se hundía para siempre bajo las aguas…

 Y tras la tormenta, que ha borrado ya todo lo yermo, lo ya eternamente inmóvil, sólo se ven las nuevas rayuelas de tiza de criaturas que nacen, junto con las que aún sobreviven, esas que van y vienen, de casa a la escuela, al trabajo, al bar, a la cita con el amor, al sueño…

Y de pronto diviso la mía también, la reconozco: garabato parado ahora boca arriba en la yerba…

 Y me despierto, y me viene la náusea.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado el 6/08/22 en el diarío La Rioja

BUITRES

BUITRES

Los buitres, Rubén, son carroñeros, no comen animales vivos. Pero ahora escasean las reses muertas que era su manduca. Dejábamos los cadáveres en el campo para su alimento, pero, ya sabes, está sanidad, y es ahora un camión quien los recoge, y, o son incinerados, o van a los escasos muladares dispuestos. Pero a esos cenadores no llega la suficiente carne como para alimentar a tanto buitre pandillero. Y ahí están, sobrevolando el monte, que todos los días la gazuza les aprieta. Ayer, Rubén, aquí en Salamanca, se comieron vivos a una débil vaca y a su ternero prematuramente nacido, como en Lérida, como en Castellón, como en Zamora… Veía las cuencas vacías del becerro y se me caía el alma. Como esto siga así, tendremos una desgracia humana. Que estos carroñeros, en proceso de reconvertirse en alados homicidas, ataquen a personas indefensas como ancianos y niños en el campo, no creo que tarde mucho en llegar, tiempo al tiempo…

Y mientras me iban picoteando sus palabras, en el teatro de mi cabeza levantaban el sangriento telón, salía el espanto a escena…

 (Se rezagaba monte arriba el animal. Buscaba un aparte, un recodo, un remanso a su pudor de hembra preñada. Y muy débil se tendió en el pasto.

Una bandada de buitres lo adivinó enseguida, y sobre su grávido vientre, empezaron a tejer, en su lenta y fingida danza, un rosario de sangrienta corona.

El ternero salió prematuro, como un niño por la gatera, culebreando, con la cabeza entre los patas, y tan mojado de cálida oscuridad que, así, echado sobre el pasto, parecía el papel de celofán, no sé si de envolver al bebé de una estrella…

Pero la vaca, acostada, no podía lamerlo. Tan débil, no lo alcanzaba. Erguía la cabeza. La volvía. Empujaba con el cuello. Tiraba de sí…

Y de ver cómo su morral de calostros se quedaba tan sólo a un palmo infinito del hocico de su cría, todo el corazón como un papel entre las manos se le arrugaba,  y su mugido tan roto de angustia, sólo daba un aliento a presa fácil, a rapiña, a despojo…

 Alrededor. Ya en tierra. Apiñados. En comuna. El corro de buitres enfatizaba con las alas:

Si ya nos cierran los muladares, neguémonos camaradas a pasar tanta hambre, deberíamos acortar los tiempos, dejar de ser carroñeros. Hacernos antes verdugos, como esos matarifes que desde las claraboyas de los mataderos (oh, qué bien huele la muerte), les vemos, sin piedad, colgarles boca abajo de un garfio, buscándoles la yugular con un cuchillo, que así, qué listos, recogen en un caldero hasta la última golosa gota de su sangre…”

Y cobardes se lanzaron primero a por lo más indefenso, a por lo más tierno, a por las mullidas cuencas de los ojos del inocente ternero,  como si, así, al cegarlo antes, les hiciera más impunes, más sanguinarios, más sádicos…

Y mientras el mugido de violín roto de la madre, era más enorme que el dolor, hería hasta la muerte, el pobre becerro miraba desde las tinieblas, el infinito horror de haber nacido...)

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado el 30/07/2022 en el diario La Rioja

LA SAL DE LA VIDA

LA SAL DE LA VIDA

Lo descubrí de casualidad, que uno ya no gasta vista de lince. La fachada de mi casa es de cuarcita, ruda piedra, como todas, pero que al cortarla el disco del cantero o del albañil destapa unos paisajes de cielos íntimos bellísimos: como si la novia del tiempo pintara en la piedra con besos de carmín de ocres de desiertos, o de oscura sangre de hierro…

A veces pienso, que después de contemplar los tatuajes de la Naturaleza, cualquier parecido lienzo humano posterior, es redundancia, copia mala.

 Yo estaba a un palmo de esa sajada piedra, colocando unos amarres de alambre para guiar a mi enredadera, cuando vi pequeñas concavidades en el cemento que une las piedras, como si algo o alguien lo hubiera agujereado, pequeños cubiles por doquier (la belleza es distancia, costura si te das de bruces con ella).

Estuve algunos días atento, echando un ojo a la fachada, y nada ocurría. Pensé que sería porque estaba yo ahí de pasmarote, visible centinela espanta misterios, y que debería mejor esconderme para descubrirlo, o, a lo mejor, el hecho ocurría de noche, o a primera hora de la mañana…

Así que empecé primero bajando al jardín, a esa hora en la que el madrugador sol comienza a hacerse las uñas en la coqueta de la pared. Y de pronto, ¡voilá!, ahí los tenía, verticales, con su piqueta lamiendo el muro. Eran alados alpinistas con piolets en sus patitas de alambre. Puros pájaros, casi picapedreros, lugareños de esta hoguera verde de la sierra riojana.

¡Claro! ¡Acabáramos!  Vienen a desayunar el rocío salado que rezuma la pared. Untan su rebanada de pan de esa oculta mermelada en salmuera…

Claro. Es la sal. Todos los animales la buscan donde sea: la lamen en las piedras, se lengüetean unos a otros la piel, hasta salen a la carretera en invierno a bebérsela: la que sembramos a voleo en el blanco trigal de la nieve, o la que suben en bloques los ganaderos al monte…

Sí, la sal, y también en nosotros, que venimos del mar, que encalló nuestro moisés y dimos un valiente salto de esbozo de anfibio al embeleso en tierra del primer amanecer, el que todavía hoy nos hace hincar las rodillas de tanta belleza y misterio, y tan sólo nos llevamos un estanque de lágrimas de nuestro océano, para sentarnos a llorar eternamente la pena de ver morir, o la alegría de ver nacer…

Sí, y una pizca de sal en cualquier cháchara, entre las sílabas de las palabras, y otra diaria en la cocina, con ojillos abiertos de salero en el salobreño mantel de la mesa…

Me acerqué a hurtadillas para verlos mejor, y siempre el miedo, la desconfianza: quizá nuestra torpe inteligencia con la Naturaleza no les ha debido dar nunca mucho sosiego…

Y antes de que apuren su tazón de salitre en la pared, cruzo, con una palmada, con mi regañina, esa linde roja que nos trazan siempre…

¡Y a volar!

Que por su salud y la de mi pellizcada casa, ahora seré la diaria sirena de su jornada glotona, y su médico de cabecera, que tanta gollería salada no debe ser muy recomendable ni para su tensión ni su colesterol, que nadie me negará que sus niveles son demasiado altos,  como que andan siempre por las nubes.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado hoy 10/07/22 en el diarío La Rioja

SIN PÁRPADOS

SIN PÁRPADOS

El vivir dentro de esta hoguera verde que es la sierra de Cameros, y más después de ver quemarse el año pasado el monte Yerga, me hace pensar (temblar si me lo imagino cerrando los ojos), que, un día, por un descuido, o por una vileza, o provocado por la mente enferma de un pirómano, puede llegar a ser esto un verdadero infierno.

Echo un leño al hogar de mi casa, y mi mirada busca algo escondido que anide en el pecho de estas llamas, que, así, descabelladas en su cárcel de ladrillo y piedra, claro que fascinan, pero por desgracia, hay  a alguien, que ese bello fulgor se le vuelve vidrioso en los ojos: se le mal atraviesa en el corazón.

Quizá todo surja de la llama de un fósforo que un día prende la manecita inocente de un niño, y al aventarla, mágicamente, le hace clavar sus ojos en ese baile púrpura, o quizá ya venga todo empaquetado en el maldito azar del abrasado ramaje de la sangre, en su ADN, no lo sé. 

Hablo primero de un pirómano, de un magnetismo, de una cabeza en llamas, de un ludópata del fuego, de un enfermo que ha mirado siempre con luz de barrena la lumbre, que no conjura, que no negocia con las brasas, que sale al monte iluminado por la voz de un dios de centella, prendiendo, bajo unas ramas sedientas, un rebujo de periódicos. Y que no huye del lugar del crimen, sino que se sube a la platea del más alto cerro a contemplar la hazaña de ver cómo salta su fogata de rama en rama, de copa en copa... Y espera allí, el ulular de las sirenas, las espadas de agua, los calderos alados… ¡Su velada con música del crepitar de las llamas!

 Hay otro que no está enfermo, es un incendiario, es ese asesino de la tea que compra y vende fuego, que cuando el viento cálido arrecia y amarillea el estío, cuando bajo los pies le restalla la rama, sale tranquilo y canalla al monte como si fuese a la rutina del trabajo. Ese sicario que vuelve luego a un paisaje de pavesas y, sobre su execrable hazaña, sobre el verde dolor de los demás, miserable, orina.

 Pero antes de que el descuido de un fuego mal apagado, o el de una colilla volando desde un coche, antes de que la ruindad del traficante de fuego o del pirómano, tan difícil de prevenir, se vuelvan alas de muerte, me quedo, me agarro siempre a esa primera voz de alarma de unos verdes ojos. Altos ojos que velan. Ojos que no pueden dormirse. Que no pueden dejar de mirar. Oh, qué difícil estar alerta en la soledad de una torre bajo el sol y las estrellas (en Mojón Alto de Villoslada, ve y sube a ese faro de nuestro mar verde y comprendas).

Tener que llegar a ser el primero en ver una llama, su color, el primero en avisar, raudo, nervioso...

Cuando miro la belleza de este bosque nuestro, veo también a esos forestales, impagables, colgados de las altas torres como peces navegando los cielos, y como ellos, sin párpados, que tienen que mantener siempre los ojos abiertos.

Son una mirada verde en el tiempo. Una mirada que acompañamos cada vez que entornan los ojos, como para que vean, más claro en la lejanía, esa temblorosa y asesina primera trenza de humo y oro y miedo.

 ©Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja el 4/6/2022

    El futbolín o el hijo de la guerra en https://rubenlapuente.blogspot.com/

DESAHUCIO

DESAHUCIO

Hoy, después de unos años, me ha visto por la calle. Iba sola. Me ha reconocido con mascarilla y todo. He dudado hasta que se ha bajado la suya hasta la barbilla “¿No sabes quién soy?”

En esta historia ella me parecía la más débil, pero ahí está, aguantó la embestida, la peor, cuando el puñetazo de la vida creía yo que no la dejaría nunca más levantarse.

Recuerdo las últimas madrugadas con el ascensor para arriba, para abajo. Las ventanas abiertas sólo para poder respirar dentro. El eco del último portazo. Los alambres del patio sin sus pinzas de colores. Y la indiferencia mía (maldito trajín de la vida) cuando la crisis financiera dejaba tantas paredes sin memoria. Recuerdo que sólo fui una cobarde mirada entre visillos a una furgoneta de mudanzas en la calle.

Al irme, le di un abrazo, y me vino rabioso aquel otro, el que olvidé cuando yo tan sólo estaba al otro lado de la pared…

 

“¿Garantía?  Hijo, sólo tenemos esta casa. Aunque con tal de verte salir adelante. Es un buen producto. Con maquinaria moderna, fieles trabajadores, una buena imagen, el éxito lo tienes asegurado. Hasta yo podría ser el Presidente de Honor. A mis años, sólo a figurar, ¿eh?, no te vayas a creer…Y le daría el aire a ese viejo traje del armario. Claro que te avalaríamos, hijo. Con tal de verte salir adelante.

 

¿El producto? ¿Te lo copiaron? ¿Más barato? ¿La mitad de la mitad?  ¿Tanto? ¿Pero quién? ¿Un desaprensivo? ¿De aquí? .Claro, entiendo, compra la mercancía en una tienda, y luego son esas espigas de Oriente las que hacen el trabajo sucio, esas que huelen a esclavitud.

Pero, entonces, ¿si el dinero está en algo que no se mueve, no habrá liquidez, no, hijo? ¿Y los plazos? ¿Los intereses? Habla con el banco, un aplazamiento… ¿Qué no te lo dieron? Pero si no nos dijiste nunca nada. Ah, claro, por mamá. Oh, Dios mío ¿Entonces? ¿La casa?   ¡Ah!  Firmamos hace días una carta, sí, pero bueno, a mis años, ni quise acabar de entenderla. Casi ni la leí. Cómo iba a sospechar algo. Creía sería un puro formulismo… ¿Entonces? Pero, ¿cómo se lo dices a mamá? Oh, no, no, no te preocupes, ya lo hago yo. Siempre hay una manera de suavizar las cosas, aunque son demasiados recuerdos para ella, y abandonarlos así, tan de golpe…  

¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer? Podríamos irnos los tres, a un apartamento pequeño, sin gastos. Apoyarnos. Mi pensión, ya sabes, es tan…Ah, que te vas de la ciudad. Claro, lo entiendo, hijo. Empezar otra vez de cero: otro lugar, otra gente, sin ataduras. Aún eres joven. Seguro que encuentras algo. Ya nos llamarás. Lo malo es tu madre. No, no te preocupes, ya te he dicho que se lo diré todo yo. Siempre hay otra manera de contar las cosas. Aunque para ella son demasiadas vivencias para abandonarlas así tras un portazo, y tú, aunque la conoces bien, tú no sabes lo que puede ser el espanto en sus ojos…

Pero haz tu vida, hijo, haz tu vida. Ya nos apañaremos como sea.

 ¡Con tal de verte salir adelante!”

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja 9/04/2022