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El cuaderno de poemas de Rubén Lapuente

EL RÍO

EL RÍO

     ahora publicaré en https://rubenlapuente.blogspot.com/

Subiendo hoy a las cascadas de puente Ra, por un momento me he tendido a la orilla del río, dejando mi mano como un lento remo abrevando en el agua. Agua pura ésta del Iregua, que no sé yo qué tiene, que así, y a escondidas del mundo, te mece la nostalgia, la tristeza, también cualquier pequeña derrota. Sí, sabe atemperarte el corazón, y te lo muda por ese otro monótono e incansable murmullo suyo. A mí, esta niña agua pura, me hace desaparecer, olvidarme de mí, como cuando me pierdo en los versos de un poema, o cierro los ojos para ser la falda de terciopelo de una rosa, y espero, ahí, a oír y sentir, ese rodar tembloroso de una gota de rocío. Y en vez de un rumor de sangre, por mis venas oigo el de esa música tan fresca y pura del agua, esa corta y eterna tonadilla, que enseguida parece callarse, porque de repente, ya eres el río, ya soy el río.  

 Por el camino alto, bajando, oigo el ritmo de un cayado, el roce preciso de un chubasquero a cada instante, la firme cadencia de una zancada acercándoseme. Los tres sonidos atados en un mismo susurro…

El saber que se acerca alguien, hace que mi corazón despierte de su letargo, que mi mano sienta el frío de la corriente, que el río renazca por entre mis dedos…

¡Buenos días!

Y hermosos, le digo.

 Mientras voy oyendo cómo se aleja la voz de su cayado, el chirrido eléctrico del roce preciso de su anorak, el hollar de su zancada firme, siempre medida, cómo los tres sonidos atados en un mismo acorde bajan hacia el valle, mi mano, sin querer, como esa rama que ahora cae del cielo al espejo del río, emerge del agua. Y entonces, comprendo, que todo este sonoro silencio puro del agua, es una paz falsa. Que el río no sabe de derrotas ni de nostalgias. Sí, hay otro eterno rumor, pero no de esta pureza sin memoria, tan acompañada por esta orquesta del bosque en la que nada ni nadie desafina. Que aquí, mimetizándote con este sublime paisaje, no se mece ninguna bofetada de la vida. Que esa lágrima de rocío temblando en la cadera de una rosa, solo dibuja la corriente de un diamante falso. Aquí, solo se viene a beber a morro de esta sublime belleza. Que no soy, que nunca seré el río.

Y voy tras la estela de los tres sonidos atados en un mismo murmullo: El de su cayado, el de su pisada, y el del eléctrico roce preciso de su verde trinchera. Voy con la vieja melodía del corazón que, a cierta edad, empieza a correr, a existir para uno. Voy, tras los pasos de esa otra corriente, de ese otro gemelo latido, de ese otro río de carne y hueso, que seguro bajaría a enfangarse contigo en el rodar del bullicio de los días, mientras vuelven los dioses de comprar tabaco.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 12/10/2023

VAMOS CAYENDO

VAMOS CAYENDO

Fue hace pocos años, bajé a la ciudad, y al pasar por la calle once de junio, otra vez estaba la verja bajada, la tienda de las lámparas de mi amigo Fernando en penumbra. El barrio como sin su lucero. Frente a la luna sucia del escaparate, le llamo al móvil. “¿Qué tal Fernando?, no te quiero molestar, ¿cómo vas?”  Me dice que esa alimaña ciega tiene memoria. Sabe el camino de regreso. Que otra vez tiene que fajarse con su sicario, ponerse a lavar y planchar cada semana en el box del desasosiego, su cuerpo hecho ya un trapo viejo. Mientras me habla de que lo suyo no tira para adelante, la mariposa de mi cabeza vuela de un pupitre (me acuerdo de cuando el Sotanas se quitó las gafas, y por lo bajines le dije a Fernando que ya se podía copiar: levantábamos la tapa del pupitre, y teníamos ahí el libro abierto, pero el matón y cegato marista recobraría la visión, porque Fernando se llevó  tal somanta de palos, que aún hoy me duele a mí, salvado por llevar gafas y poner ojillos de cordero degollado), a una estela de muchachas en flor entrando en nuestro chamizo, los topos, que nos daba un boleto a la libertad aunque solo fuera una semana de viaje en el tiovivo de San Mateo(un día, al venir los inspectores, y ver aquello tan lúgubre, tan pecaminoso, al no verse lo que había detrás de la pared de cañizo, nos dijeron que volverían al día siguiente a cerrarlo si no quitábamos las candilejas, y de una patada de rabia, delante de ellos, tiramos la inmoral penumbra al suelo. “Así está bien, ¿no?”, luego, al irse, levantamos el pecado, y aún hoy(buenos chicos), los estamos esperando.) Le doy ánimos, y al colgar, de pronto, inesperadamente, dentro de la tienda cerrada, en penumbra, veo su silueta subiendo al altillo: estaba ahí dentro, a oscuras, a unos metros de mí…Y como si me fuera a hacer daño el abrazo, como si tuviera él ya bastante, como si el dolor tuviera que verse desde la barrera, o no sé yo por qué, retrocedí cobardemente, y no repiqueteé en la luna del escaparate para que supiera que estaba ahí, para abrazarle…

   De pronto, a uno se le caen las cosas, las de dentro, las que creía irrompibles, las que pensaba no mudan nunca: Unos ojos, un gesto, una voz, un abrazo, un asiento a su orilla, un aire hermano. Y tienes que beber dolor de muchacho que por el bordillo de la acera hacía equilibrios contigo camino a casa. Detenerte frente al vértigo del dolor de un hueco de madera, hasta derramar esas lágrimas redondas, a solas, esas que mojan el suelo.

Ahora, para que Fernando no se me muera, paso a menudo por la calle once de junio, y me paro frente a la luna del escaparate de su tienda de lámparas, y aunque ya hay otro rótulo, otro negocio, algo milagroso pasa, como si Fernando viviera, y solo se hubiera escondido, porque sin llamarlo de la memoria, se asoma, sale de su escondite feliz a ver su lucero…

“¿Quiere entrar, le ha echado el ojo a algo?” me dice la dependienta en la puerta, fumándose un cigarrillo.

 La vida no se detiene. Nosotros vamos cayendo.

Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario La Rioja  28/9/2023

ISA Y JOSÉ

ISA Y JOSÉ

Fue cuando la habitaba el dolor que Isa y José venían a casa un día a la semana a verla, creo que era los jueves. Enamorado de la madera, José, la vestía de sólida mesa, de bella alacena, de amorosa cama. Le veías en las manos ese hilo de savia que llegaba hasta su casa natal en Matute, que se la restauró él solo con piedras y talados pinos negros de su amada Soria. Un día me contó la verdad de su callado calvario: “Imagínate, Rubén, en la carpintería, buscándonos todos con la misma mirada inquieta, asustada. La madera, apilada como un mueble, se nos hizo hasta familiar: no cambiaba ni de sitio ni de nudo. Que, en un encadenado dominó de ladrillos, un soplo baste para que el andamiaje de un país se desplome tan rápido, cuesta creérselo, digerirlo. Nadie vio la carcoma. Y cómo aguantas de centinela en la carpintería el apretado ahogo de olor a silenciosa madera de cada día, de cada sueño de noche, esperando y sin cobrar, el inminente cierre. Y con el miedo al porvenir, con esas paredes de la casa que parecen mirarte, aún no son tuyas, como si fueras un extraño huésped. Oh, y ahora malviviendo en el paro, cómo me cuesta soportar el peso diario del punzante rumor de la incertidumbre. Tiene gracia que lo acalle con el aspirador, que paso y paso por la casa, seguro que aspirando lo aspirado, confundiéndolo adrede con el añorado revuelo del serrín. Y al acabar las tareas domésticas, creo verme en el espejo esas hermosas y doradas sortijas de la madera enredadas en el pelo. Y así salgo a la calle, buscando ese escondido runrún de aserradero por toda la ciudad enseñando a todos mis manos de madera. Tendré que irme de aquí con mi zurrón de gubias, o dedicarme a otra cosa, pero, Rubén, ¿a qué?” 

Creo que venían los jueves. Y, ahora, sabiendo de su miedo, de su futuro temblando, de su paro que se agotaba, ni se lamentaban ni les veías un rictus de incertidumbre en la cara. Sólo hacían que por entre los labios de ella asomara un destello en sus dientes cansados de moler los días sin vida. Y que, al irse, se levantara con más fuerza para tachar en el calendario el postrero día: uno menos para seguir mojándose bajo la ponzoñosa lluvia redentora de una nube de plástico.

 Después de un tiempo, ahora con la enfermedad de mi mujer sin noticias de su paradero, han cogido en arriendo una tienda de frutas y verduras de su barrio, alejado del nuestro. Y ayer, tirando del carro de la compra, nos presentamos allí. Y pusieron el grito en el cielo: Que cómo veníamos. Que no estábamos obligados. Que no era nuestra barriada. Que por qué lo hacíamos.

Quizá ya no se acuerdan de cuando a mi mujer la habitaba el dolor, e iban cada semana a casa como a asomarse a un patio interior a tender la ropa, y se encontraran en el chirrido del tendedero con ella, y así, de cháchara, lograran que no se bebiera todo el dolor a solas.  

“Este perfume de huerta no es el mío”, nos dice José al irnos.

Nosotros, sí que sabemos, que los jueves de cada semana, en la vega de la mesa de nuestra cocina, será el aroma nuestro.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado el 11/09/23 en el diario La Rioja

VIEJO BAÚL DE VIAJES

VIEJO BAÚL DE VIAJES

Uno busca en chamarileros de la ciudad, o en páginas de internet, cosas lejanas en el tiempo. Cosas que lleven a su espalda la estela de un largo viaje. Cosas que, al mirarte desde el fondo del rumor de su ajetreo vivido, dejen correr tu fantasía. Como este viejo baúl de viajes de mundo, huérfano ya de traqueteos de ferrocarril, de vaivenes de océanos, de vértigos de pájaros de acero que compré a una asturiana. La foto que acompañaba a su reclamo era desoladora, sin filtros, como si quisiera espantar a los posibles compradores. Tan herido estaba el baúl con ese rocío de filo dentado tomando casi asiento sobre sus ya desvalidos huesos como mugriento el desván donde penaba.

Un atlas de etiquetas en su periplo por el mundo debió cubrirle todo el cuerpo, por esos retales de memorias de papel que como medallones aún condecoran su aventura, y que, al tirar yo de sus alas de hoteles, de consignas, de correos aéreos, de líneas de barcos de vapor, al querer levantarlas el vuelo, todas se me fueron deshaciendo por entre los dedos como si manoseara alas de mariposa.

Y mientras lo limpio de tiempo y moraduras, me imagino que le hago creer que reanuda, otra vez, desde el andén de su último viaje, aquel mismo lejano y olvidado traqueteo.

Bajo las estrellas, su espalda sostendría a esos jóvenes sueños que forja el huir de una guerra, de un porvenir de pan negro y duro. Todavía su lomo azul de cartón piedra suena fuerte en la aldaba de mis nudillos. Todavía, firme, me aguantaría esa dulce melancolía que te coge desprevenido una tarde al sentarte en su borde, como si fueras uno de aquellos jóvenes que con el corazón temblando de futuro y los ojos perdidos en un camino de raíles, esperaban en una estación el jadeo de un tren luminoso en la noche.

Renacido, lo he puesto al pie de mi cama de latón, y será el vientre donde guarde las cuatro cosas íntimas mías, sobre todo esos poemas que le escribí a mi madre para que no se me muera, que ahora sé que soy el trozo de dulzura y de amargura que me faltaba de ella. Y si una tarde los leo y tengo que correr al fondo de una almohada, que a uno le exprime lo sensible, lo haré orgulloso, sin vergüenza, sin acordarme antes de entornar la ventana, que soy, que somos también lo que lloramos.

 Y será el baúl esperando en el muelle del mar de mi cama, a que yo, una noche, le embarque en mi sueño hacia una ciudad que le vierta sobre la espalda, en sus murmullos de luz, el trepidante ajetreo de la vida.

Y es que uno busca cosas lejanas, cosas que te miren desde el fondo del rumor de su revuelo vivido. Sí, cosas de otros, pero tan auténticas, que desde el barranco oscuro de su sueño las oímos pedir socorro, y al pasar ahora delante de ellas, al moverlas el aire, agradecidas, dejan escapar de su entraña ese nómada y añejo perfume suyo: ese intrépido olor a lucha por la vida.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja el 28/8/23

LA FAROLA

LA FAROLA

Eh, vosotros dos! Os conozco ¿verdad? Ah, sí, venís los fines de semana con los papis. Sois hermanos. ¿Cuál de vosotros es el más bandarra? Sí, el más golfo, el más sinvergüenza ¿Los dos? Vamos bien ¿Y qué tal de puntería andáis? ¿Quién el que donde pone el ojo pone la piedra? ¿Los dos también? Conocéis a David, el de la honda, el que de una pedrada derribó al gigante Goliat. Honda no llevo, pero por aquí tengo un viejo tirachinas. Ese que en el bolsillo de atrás del pantalón cose galones de capitán de diez años, o a lo mejor preferís la caricia de un guijarro en la mano.

Tengo un oscuro trabajo para los dos, en periodos de veda permanente, sencillo y bien pagado…

(Pues sí, mira que plantarme el Ayuntamiento, en mi calleja oscura, un Goliat con fanal en la mollera. Sí, una altiva y tosca farola. Y de un plumazo me han borrado el cielo de todas mis noches.

Si ahora mi balcón colgado en mi dulce ladera de trinos es la única rutilante estrella del firmamento. Salgo al iluminado mirador como si fuera un actor de teatro a soltar un monólogo en sesión de noche. Detrás de este velo de luz nocturna estará mi brillante Vega, Cisne volando por la Vía Láctea, mis lágrimas de agosto, Hércules, el Escorpión, el Sagitario Arquero, los lebreles de Orión cazador…

Oh, no quiero cielos violáceos ni de leche, que yo de niño tenía esa manía de contar estrellas en las noches de verano, de agotarme en los números creyendo haber llegado al infinito. Cielos preñados de luceros para hacerse preguntas, y sentirse muy pequeño. Oh, qué niños de ahora, tan ciegos de cielo, le dirán a su madre o mañana a su amada, como el poeta, que sus ojos le recuerdan las noches de verano.

Y cómo vuelvo otra vez al relente de esta sierra, cómo me alejo de esta desperdiciada luz vertida al cielo. Adónde voy, si en el garaje de este costal mío, montaría el rocío una murga con el crujido de mis huesos. Oh, me han robado mi silla de mimbre, mi mapa celeste, el rouge del tocador de Venus, y el café junto al guiño de mis estrellas.)

 

… ¿Veis esa reluciente y altiva farola en mi calleja que acaba de encenderse? Os pago por adelantado, y si os preguntan de dónde ha salido este hermoso papel con cinta de plata, sólo tenéis que decir que os lo ha traído el azar del viento, como una hoja buscavidas. Y no os importe mentir, empezar a ser ya un buen actor, que la mentirijilla también nos salva de la vida.

Eh, y no me falléis, que os contrato hasta que os entre la maldita sesera, o quizá le cojáis gusto a esto, y en guerrilla con el consistorio, queráis ser siempre, a la noche, dos partisanos de las estrellas…

Y hacerlo ya, hoy mismo, durante el pimpampum del estruendo de los fuegos en el puente, o cuando veáis patas arriba a ese ciempiés de la verbena…

Que una piedra en el aire, de golpe, ¡encienda todas mis estrellas!

Rubén Lapuente Berriatúa

Publicado en el diario la Rioja el 14/8/23

 

CUPIDO EN LA LAUREL

CUPIDO EN LA LAUREL

-Para ser lunes, Teresa, vienes radiante. Ayer pillaste cacho, ¿eh? Menuda crema es ésa para el cutis.

-Qué va, qué va, de eso brujillo, bien poco. Conoces siempre a alguien, pero una está ya tan escamada, tan de vuelta de todo…

-Cuéntame, cuéntame, Santa Teresa…

-Oye, que no, que no es así. Que confundes tiento con témpano. Que sé lo que es enamorarse, y hasta las trancas. Lo que no sé es si a esta lata mía de corazón le cabe otra abolladura. Y tú me has visto en esta oficina más que llorar.

-Bueno, perdona, perdona…

-Deja. Si ya sé que al final eres mi confidente. Si estoy contigo media vida. Lo conocí en La Laurel, el sábado. Nos juntamos con una cuadrilla nueva, y ya sabes: de bar en bar, de palique, echándonos unas risas… Y de pronto, una mirada como un rayo tomó mis ojos, me partió los huesos, y ahí supe que los ojos no envejecen, que si los amas, vas a quererlos siempre… Y ni nos contamos la vida, ni nada. Sólo sé que trabaja en una farmacia…

-Eh, perdona. Pero ése es el amor de tu vida. Uf, ya me veo de tigre en los portones del templo en mi senectud. Tú, pasándome el elixir de la eterna virilidad…

-Oh, calla, menuda cruz tengo contigo. Y no me hagas de esto gracietas, que por fin algo hermoso me está sucediendo…

- Vale, vale, pero, entonces, tuvo que haber algo más, ¿no?

-Tú siempre al grano, ¿eh? Bueno, para qué mentirte. ¿Sabes? Se me presentó el domingo. Y solo. Y nos fuimos a comer. En la mesa, lo veía cómo comía despacio, pero muy despacio…

- ¿Y?

-Es que para mí es muy importante ese detalle.

- ¿Cómo?

-Que comía despacio, pero muy despacio, como si no tuviera apetito. Muy tranquilo. Igual que yo. Sin prisas. Y era como si me sedara la sangre, como si el tiempo me olvidara. Si ya ni recuerdo lo que comí, y eso que fue ayer. Oh, sí, algo distinto y bueno me está esperando. Qué ya me toca.

-Pero, Teresa… ¿Sólo eso?  ¿Al final no hubo mondongo?

- ¿Mondongo?

 -Sí, mujer, mover el mondongo, mover las carnes, mover la grasa, los michelines, moverlo todo.

-Oh, Dios mío, qué martirio contigo. Si no fueras mi jefe, ahora mismo te despediría.

-Ja, ja, ja, Teresa, que sólo quiero verte feliz. Saber que lo puedes ser, y ojalá para siempre, que eso es lo que yo y la empresa ganamos.

-Sí, patrono morboso, hubo mondongo, mondongo del bueno, del lento, del que me encontró lo que extravié una tarde entre los brazos de aquel primer amor huido. Que ya era hora de que la vida coincidiera con una. Que estoy harta de darle vueltas al asa de una taza de café en un bar esperando otra vez al desamor. Que ya tengo unos cuantos tacos. Que esta vez el Cupido de La Laurel se ha acordado de guiñarnos un ojo. Y sé que ha dado en el centro de esta abollada lata mía de corazón, porque vuelve a curvarse, a temblar, como el de aquella muchacha que cada mañana saltaba de la cama, sólo porque por los ojillos de la persiana, se colaba el sol, el mismo sol, Rubén, de todos los días.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diarío La Rioja 31/7/2023

 

CARTA DE UN KAMIKAZE

CARTA DE UN KAMIKAZE

Esto de abrir los ojos por primera vez a la vida cuando la guerra tomaba café frío, y en la Rioja, seguro que es una casualidad, pero menuda suerte el no haber vivido ni sentido muy de cerca una guerra cruenta. A lo más, oírme en el estómago una breve escaramuza, pero con disparos de fogueo amoroso. Lo pienso al recibir una invitación para colaborar en una revista sobre esos cuatro mil pobres muchachos kamikazes: pilotos japoneses de la segunda guerra mundial que, empujados o engañados o iluminados, se quitaron la vida sin haber vivido (hoy son drones, sin grito desgarrador dentro, los que hacen el trabajo sucio, los nuevos mártires del Todo por la Patria).

Y yo, que he leído la cultura japonesa en las páginas de Mishima, cierro los ojos, e intento encarnarme en uno de esos desgraciados muchachos. Y tan acorralado estoy por el repudio de mi gente y de mi patria si decido vivir, que elijo lo que no quiero: morir, morir como las abejas que aguijonean y caen muertas.

Y antes de subir a ese caza samurái, ataúd de acero de viento divino, pensando que soy la nerviosa espoleta de mi abombado maletero, ebrio mi aliento del valor que da el sake caliente, ¿a quién voy a escribir por última vez, sino es a lo que más amo?:

 

“Madre, al final he dado el paso. Y bien sabes que no ha sido solo por esa arenga diaria en el patio: Que el emperador os sueña, que os brinda una muerte hermosa, que vendrá a recibiros la gloria…, que no, madre, que lo que ha hecho inundarme el espíritu de orgullo, de dignidad, de pureza, fuiste tú, que me enseñaste que el valor de la vida ante el deber tiene el peso de una pluma. Y cómo no voy a levantar la mano para alistarme en la muerte si nos están humillando, si chapotean sus sucias botas en nuestro mismo charco de sangre.

Y hoy es el día, madre. Ya me he anudado a la cabeza la cinta con ese hermoso patrio sol rojo violento nuestro, y ceñido a la cintura la faja que me mandaste como un altivo y doloroso señuelo. Y qué hermosamente decorada con sus mil puntadas rojas. Da las gracias a cada una de las mil mujeres de nuestro barrio que la han cosido, y sólo para mí. Y felicítame, que vas a estar orgullosa de este hijo tuyo que como una tierna flor de cerezo caerá…Oh, la sirena, madre, la sirena... Ahora tiemblo como una hoja, y sé que cuando leas esto, cada día de tu vida irás a buscarme sobre la cómoda, yo, orlado de plata, viéndote pasar la mano sobre el frío cristal de mi sonrisa, por los vidriosos ojos de un muerto, de un héroe muerto, que no ha vivido, madre, que no ha vivido…”

Sobre el mar de aguas de jade tembloroso, este será el último cielo azul puro que veré. Abajo ya avisto al gigante acorazado americano. Y en picado mortal, como un Ícaro de plata, desciendo esta curvada hoja de acero de viento divino…

Mil veces mil, trepidante, gira la hélice. Oh, todo viene hacía mí como cabalgando a lomos del vértigo. En la carlinga no cierres los ojos, me dijeron, que viene a recibirte la gloria, que todas las flores de cerezo del templo, brillarán para ti.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario La Rioja hoy  17/7/2023

 

LINFEDEMA

LINFEDEMA

Le ha quedado el linfedema en un brazo, y una bata al pie de la cama que hay días que le parece tejida con vellones de plomo. “Cuidado con una picadura, con una quemazón, con la traviesa punta de un alfiler. Siempre con el manguito bien prieto. Lo de coger pesos, hacer trabajos duros…” “Pero, doctora, tenemos jardín y yo soy quien…” “Pues déjeselo todo mejor a su marido”. Graciosa y sensata la oncóloga galena. Ya tenemos jardinero.

 Ahora, trabajos de jardinería los hago todos yo. Al principio no hizo demasiado caso, que ya antes de la enfermedad se echaba la floresta a la espalda. Y cómo iba a dejar lo que la completaba si sus manos intimaban con la tierra.

Un universo verde en su regazo me traía al acabar la faena. Se me acercaba cubierta de broza, de sal de la tierra, alegre, encalada del perfume del agua, y con unos guantes de cirujana vueltos aceitunados de tanto navegar por la sangre de las plantas.

 Pero, en seguida, a un continuado esfuerzo, volaba ya un brazo irreconocible, abotargado: un zepelín sonrosado de fiebre en llamas (Rubén, el rosa no es un color, es un marrón).

 Pues sí, ahora ya tenemos jardinero.

La jardinería no es algo que me complete. Por mí lo dejaría todo al albur de la naturaleza, a su milagro, y sin los consejos que me dicta mi vecina del bosque, que no deja de susurrarles al oído su complejo vitamínico en forma de melodiosa gragea musical. A las mías no las encuentro las orejas ni por el envés de las hojas. Además, mi aledaña las estimula con estiércol de caballo y otras deliciosas especies olorosas, invitándome a ir a buscarlas a la isla de los tesoros evacuados. Yo, le digo, que primero les preguntaré a mis musas cómo me ven en un estercolero, no sea que se les caiga el mito y me dejen para siempre con la hoja en blanco.

Si, ya tenemos jardinero. Pero al igual que Felipe II no mandó a luchar sus naves contra los elementos, lo mismo podría decir yo aquí. A mí me gustaría que mis plantas en esta tierra arcillosa de Cameros crecieran con sufrimiento, que sintieran que la vida no es fácil, que intentaran florecer en la cicatriz de una piedra, pero, a su alrededor, nacen demasiadas malas hierbas (ay, si fueran bellas), que se reproducen como Gremlins, secuestrando a las mías, y es casi imposible arrancarlas de la cabeza a los pies: alguien las dotó solo de fe en sí mismas, y se agarran a la tierra como garrapatas a un perro. Y ahí ando con sal, con vinagre, con agua hirviendo, o soltando juramentos al dios que las hizo tan pendencieras.

 Luego, al acabar la floricultura, cómo voy a llevarle un universo verde, cómo va a ver en mi cara ese mismo beso de arcilla que yo veía en la suya, si soy aprendiz de todo, maestro de nada: payaso jardinero. Además, ella ya no es la misma, y ahora mira el jardín envuelto en lejanías, como una fotografía rota.

 Y en el zaguán de la casa, acomodo el vaivén de mi mecedora al de la suya, más de balada (cada vez son más de mimbre los huesos de nuestro esqueleto), haciendo juntos este viejo viaje de la vida hacia el cansancio.

Rubén Lapuente Berriatúa

publicado en el diario la Rioja 3/7/23